miércoles, 31 de agosto de 2016

Un salvaje de la civilización

Lo que les voy a contar debió suceder antes de 2010, porque el estadio del Deportivo Cali aún no estaba listo, y ese día el Coloso había jugado en el Pascual.

Serían más o menos las nueve o diez de la noche, yo iba en MIO para mi casa, en una ruta troncal que por la hora iba llegando cada vez más vacía a las estaciones. En una de las paradas cercanas al estadio se subió un grupo de seis hinchas caleños (por su ropa supongo que eran hinchas y, además, hinchas que calificamos de malandros; y por sus cánticos, que venían del estadio). No solo estaban eufóricos porque el Cali había ganado, sino que se notaba que, aunque fuera un tris, venían drogados o tomados. Yo estaba sentada, sola, en la última banca del bus, bien lejos de cualquier otro ser humano, y cuando este grupito se subió, por mucho susto que me dio, no me cambié de puesto porque no soy de las que discrimina sin antes otorgar el beneficio de la duda. Los pelados se reían, cantaban, hablaban duro, y yo ahí, paniqueada, en la mitad de todos, mirando por la ventana.

No tengo ni idea cuándo el fútbol local se transformó en el mismísimo Coco; no tengo memoria de cuándo 90 minutos en el Pascual Guerrero se convirtieron en un problema de orden público, de terror entre los habitantes y de oportunidades para los delincuentes. La misma fiesta que une a todo un país en el exterior origina en las ciudades uno de los peores caos.

En Cali, por ejemplo, se militarizan las cuadras aledañas al estadio e incluso algunas estaciones del transporte público masivo (aunque casi siempre con bachilleres enclenques); los vehículos particulares colapsan las vías alternas al sector por evadir las posibles peloteras que se generen después del partido –o durante–; y las instituciones educativas nocturnas 'liberan' a sus estudiantes mucho antes de que terminen las clases porque no pueden responsabilizarse por ningún caso hipotético hecho realidad.

Por su parte, los medios de comunicación publican la cantidad de hinchas detenidos con antecedentes penales, los saldos de las riñas que se arman por el resultado del partido, los muertos que dejan las peleas entre barristas, los robos y daños en diferentes puntos de la ciudad; el Gobierno local anuncia investigaciones, rechaza públicamente los actos vandálicos, desautoriza próximas celebraciones; los analistas –sociólogos, antropólogos, psicólogos, entre otros “ólogos”– argumentan que se trata de civiles desarraigados que han  encontrado un refugio en las banderas de los equipos para infundir terror como método de reafirmación social; el resto de la gente, indignada, publica en sus redes sociales que, caleños o americanos, bogotanos, paisas, costeños, #TodosSomos hermanos (pero solo por redes).

Así, el hecho de que el equipo local salga victorioso de la jornada, espanta; pero aterra más que a la semana siguiente le piten falta al mismo episodio.

El MIO avanzaba por toda la Calle Quinta hacia el sur; aún faltaba harto para llegar a mi destino casi final. No sé qué tanta cara de "actúa normal" tuve todo el tiempo que duró el recorrido estando con los “chachos”, pero me imagino cuál fue la que puse cuando descolgaron el extintor del bus y lo guardaron en una maleta... y aunque mi consciencia me repetía “no se quede callada, denuncie”, mi instinto de conservación me advertía: “Qué boleta donde te chucen por sapa”.

Aquella vez fueron los "gamines" del Cali; fijo, al “otro día” serían los del América.


sábado, 20 de agosto de 2016

Del amor y otros demonios en los tiempos de la comunicación digital


¿Ha reflexionado alguna vez sobre cómo se ha creado el deber ser del sujeto en la Nación moderna? ¿En algún momento se ha detenido a pensar cómo los imaginarios compartidos han estado al servicio de la creación de una ideología, cuyo sentido común ha transmutado intangiblemente en valores de Estado?

Y resulta que no se ha dado cuenta de que el imaginario sobre el concepto del amor también está participando en ese proceso de construcción nacional moderno globalizado, caracterizado por la sutil hibridación cuerpo-máquina. Los bits están interviniendo al sujeto con discursos, prácticas, representaciones e imágenes muy estilo de Tinder y de toda iniciativa amorosa mediada que se le parezca (WhatsApp, e-mail, el chat de Facebook, incluidos); la cibercultura es considerada como el nuevo orden mundial, desde donde ahora gobierna el “ojo que todo lo ve”.

Así que si usted reconoce estar influenciado de tal manera que se enamora “if both swipe right” (esa soy yo), y se entusa si cuando pasan de Tinder a WhatsApp, la otra persona no le dice "casémonos" (esa también soy yo), estas tres recomendaciones básicas –analizadas superficialmente desde la cátedra que dicto– le pueden servir.

Para empezar, tiene que entender, así sea a las malas, que los investigadores en ciencias sociales –los mismos que han disertado sobre el deber ser del sujeto globalizado en la Nación moderna– no se han inventado el primer manual de la era digital que garantice las maneras de cortesía que usted está esperando del otro ni que evite las tusas anticipadas. Pero, si de casualidad usted es el otro, es bueno que tenga en cuenta que la dosis de anonimato que le permite una interfaz como las mencionadas no lo avala para ser un hijueputa.

Por otro lado, sea cual fuere su situación sentimental antes de exhibirse en línea, tenga siempre presente que su nuevo match no tiene la culpa de nada; así que –y ponga cuidado, que esto forma parte de las características de ser hijueputa– no actúe como si los huevos se los hubiera comido en algún desayuno. Si su espíritu no está listo, no busque lo que no se le ha perdido; el otro no se merece que usted le diga que lo va a usar un rato y que, además, se desaparezca cuando presienta el estrepitoso ruido de un corazón cuando se rompe.

Por último, no se preocupe si el idilio no duró más de ocho días; las humanidades, basándose en las nuevas esclavitudes voluntarias del sujeto, coinciden en que la tendencia moderna es cambiar constantemente al amor de su vida... por otro match o por otra vida. Y, tranquilícese, allá arriba está el ojo que todo lo ve. Pero eso sí, ponga de su parte: le recomiendo que mantenga los pies sobre la tierra, no idealice al otro; cinco fotos, unos guiños y un par de besos (por escrito) no lo hacen merecedor de representar legalmente los hijos biológicos que usted aún no ha tenido. O sea, cálmese, maneje los tiempos, así no le da tan duro si cuando se conozcan físicamente se da cuenta de que la persona en cuestión usa zapatos de nómada.


viernes, 12 de agosto de 2016

La compasión te libera; lo dice la Biblia (creo)

¿Es necesario crear toda una ideología en el sentido peyorativo de la palabra para justificar lo que yo quiero? Todo apunta a que así es el derecho y su filosofía, mis convicciones y mi formación. Y esto sugiere que ni la justicia es ciega, ni los hombres son buenos por naturaleza.

Por lo tanto, entendemos la norma, la regla, la ley, como un trendig topic: el ciudadano parece que está moldeado por las circunstancias, y todo lo que pasa no pasa por él, por sus acciones, sino a pesar de él. Si lo analizamos de ese modo, seguramente la polarización colombiana que han desencadenado los acuerdos de paz con las Farc o las cartillas del Mineducación que pretenden –según la mitad de la intolerante población– “adoctrinar” a los niños en temas de identidad (y no, mejor, fortalecer sus emociones pensando en la pluralidad) se hace más clara: no entendemos en qué medida el odio es una tendencia que contradice la emoción que nos permitiría reconocer la magnitud e intensidad de los ultrajes para poderlos superar: el perdón, la aceptación. No se nos ocurre ni por las curvas que la justicia siempre estará codificada por esas emociones ni que la crueldad humana es tan solo el resultado de su despojo. Pero entendámonos, no nos demos duro: no hemos sido formados para pensar de otra manera, y tampoco lo estamos haciendo con nuestros hijos.

Bueno, aunque todo tiene una explicación: así es más fácil establecer relaciones de poder y dominación; ya saben, así son las cruzadas: sea cual fuere su causa, buscan reducirnos a despreciables fieras que tienen que domesticarse a las buenas o a las malas y que, además, tienen que recibir como recompensa o castigo lo que les corresponde por definición, no sea que hagan práctica la teoría del caos y que destruyan “la religión verdadera”. ¿O no es así como surge la justicia, por el miedo al desorden; y el odio, como el sustrato que justifica los actos criminales? ¿Con base en ello no se define, singularmente, lo inhumano? Y créanme, los Derechos Humanos no sé si existan como un superlativo, pero son una conjetura inevitable.

Ahora bien, haciendo énfasis en el lugar que tiene las emociones en la formación ciudadana, ¿al menos alguna vez nos hemos preguntado cuál es su importancia en el ejercicio de la ciudadanía? No; creemos de manera categórica que las emociones pertenecen única y exclusivamente a la esfera privada: a la familia, al hogar. Estamos obviando que las leyes van más allá de las relaciones interpersonales, que trascienden a las transpersonales, que cuando usted y yo ya no estemos aquí, ellas seguirán existiendo; no consideramos que la compasión es la emoción que nos vincula con ese mundo tan distinto al propio, ese mundo del perdón que se merecen los victimarios y ese mundo de la aceptación a la que también tienen derecho los que cree que no son iguales a usted; no creemos que sea necesario incorporar la inteligencia emocional en la vida pública, para servir, para lo público. Por el contrario, seguimos inculcando la lógica de una competencia que no supone la comprensión ni la piedad de aquel que sufre.

Entonces, si bien al justificar lo que yo quiero supongo estar dando un cumplimiento racional a la ley natural (en este país, asociada a la ley Divina), ¡oh, sorpresa!, como somos imperfectos (manchados por el pecado original, por culpa de Eva), esa racionalidad puede fallar.