martes, 28 de julio de 2020

Un cuento chino

Enero de 2020. La pandemia era apenas una epidemia, nada más que un cuento chino, tan chino como el que les relato a continuación.

Basada en no sé qué evidencia -que estoy segura de que no fue más que una coincidencia-, mi amiga Royero me convenció de hacer un ritual de esos en los que no solamente no creo, sino que me parecen herejes: tenía que escribirle una carta a la Luna. Así que para no ir en contra de mis principios, dirigí la carta al creador de todos los astros, a Dios todopoderoso (el mismo que no les dio alma a los perros), responsable de que esa noche hubiera un fenómeno que aquí le llamamos superluna.

Según mi amiga, era el momento de pedirle a la supuesta deidad (la Luna) el hombre de mis sueños. De acuerdo con lo que le habían contado, no se podía escatimar en detalles, pues en la precisión estaba el éxito del ritual. Prueba de ello era su colega, quien había "pedido" al que hoy en día es su esposo.

Hoja en blanco, lápiz en mano, me di a la tarea de textualizar por primera vez en la vida las características que deseo ver en una pareja. Entonces, pedí al compañero de vida con quien sueño: mi amor, mi amigo, mi cómplice, mi apoyo, mi complemento, mi polo a tierra; un hombre con quien quiera vibrar cada segundo de mi existencia y construir una descendencia. Un tipo ante todo respetuoso, divertido, comprensivo, alentador y empático.

Pero como el ritual implicaba tener en cuenta hasta el más mínimo detalle, me tocó darle rienda suelta a una tracamanada de estereotipos con los que crecí: 1) un man con un credo católico para que se congregara conmigo y recibiera la comunión tomándome de la mano (y al lado escribí que quería que fuera "libre pensador y con filiaciones políticas de centro". Yo sé, #IncoherenciaNivelYo); 2) cuya formación estuviera entre las humanidades, las ciencias sociales y las artes; 3) que trabajara en una universidad; 4) que tuviera un puesto bien remunerado; 5) que le gustaran los quehaceres del hogar, sobre todo cocinar; 6) que fuera disciplinado y responsable, limpio, saludable y bilingüe (lo de "limpio" le ha dado risa a mucha gente, no sé por qué).

Seguía sin ser suficiente; tenía que decir físicamente cómo lo quería, porque, de lo contrario, la Luna no ejecutaría mi petición. Quienes me conocen desde chiquita, saben cuál es mi "prototipo", así que no necesito entrar en detalles; pero mencionaré los justos para el desenlace de esta historia: "Ojos cafés (y, obvio, el resto de la escala), boquita y nariz proporcionales al rostro, con pestañas largas, cejas expresivas, orejas como tú sabes que me gustan [se supone que la Luna, o Dios, pues, conocen mis fetiches], dedos largos y uñas como las mías, barbadito, hasta con aretico, que le guste el rock, que ame hacerme el amor como sea, que sus besos clasifiquen en mi top 5 [¡sorpresa!, tengo un top 5 de besos], buen lector, con amplia cultura general".
Y también escribí que fuera sexy y que no hablara mal de nadie.

La carta la puse encima de la fuente del patio trasero de mi casa, para que el astro la leyera.

Días más tarde, un lunes de la coronilla a la Divina Misericordia en la iglesia de Tequendama, justo después de misa, me encontré con uno de los asesores jurídicos de mi U. ¡Adivinen qué pensé! Sí, que era el enviado. Y qué susto el que me pegué cuando, esa misma semana, nos tomamos un café. Es que no podía ser tanta la coincidencia: ¡era católico, como lo había descrito! Yo sé que también había pedido un sinfín de cosas -sobre todo físicas- que el tipo no tenía, pero al parecer, el impacto hizo que mi cerebro las omitiera.

Mi sorpresa se tornó en confusión cuando mi yo humano, finito, imperfecto, bruto, salvaje, terrenal no creía que ese fuera "EL TIPO" -en especial por las cejas, que no eran ni expresivas, ni ni mierda-, pero si el de arriba lo había mandado, quién era yo para contradecirlo. El man era un rezandero de Padre y Señor mío (y lo digo con todo respeto, pero también con toda reserva), de Rosario en el cuello y pulsera con los X mandamientos en la mano; trabajaba en una universidad, sin embargo consideraba que la academia era peligrosísima porque comulgaba con discursos afines al comunismo y al feminismo, enemigos de la Biblia, sobre todo porque el papel de la mujer estaba bien especificado en el Génesis; inteligente, sí, pero pretencioso y humillante; además, cero compasivo con el pensamiento ajeno: se regocijaba contándome cómo mataban ratones en no sé dónde, a pesar de insistirle en que se callara que eso me hacía sufrir. Ajá, y se vendía como todo un siervo.

Mas si ese era el enviado por Dios en propiedad de la Luna, ¿quién era yo para cuestionarlo? Así me tocara renunciar a la masturbación y al sexo premarital, porque faltan al sexto mandamiento.

Sí, ese creía yo que era el enviado; un enviado que más tarde me contaron que estaba separado de una esposa con la que después parece que volvió. Pero tranquilos, que nunca pasó nada; mi confusión pronto se convirtió en rabia cuando el tipo pasó por mi oficina y se refirió despectivamente a la zarigüeya que tengo de adorno. Y, además, le salí a deber porque le dije "bruto", que eso no era ninguna "rata". Afirmó que oraría por mi salvación. Jamás me lo volví a encontrar. Luego, pandemia y ajá.

El tiempo pasó; junto con él, el confinamiento obligatorio -el aislamiento inteligente nunca llegó-, el cuento de los pares con los impares y del mismo modo en el sentido contrario, la amenaza de un pico, la enfermedad en conocidos y desconocidos, la muerte de los más vulnerables y la incredulidad de los más soberbios. Entre tanto, conocí a alguien en una plataforma por la que no doy ni un centavo, es decir, en la que no creo ni mierda. Días después nos agregamos a WhatsApp, y cuando la conversación se agotó, le pregunté que si él también tenía ombligo; luego hicimos muchas sesiones de rondas de preguntas, nos inventamos códigos, nos reímos, también nos enojamos (no entre nosotros; todavía no), y un día de junio nos conocimos.

Cuando el psiqui supo de la dichosa carta a la supuesta Luna, casi me capa: el hecho reforzaba su teoría de que me encanta ir a comprar pan a la zapatería y me emputo porque ahí no venden de eso. (El que lo entienda, que me explique, que lo de las parábolas no se me da muy bien).

Y lo menciono para decir que nadie puede armarse al gusto de nadie; somos como somos, y reconocer que el otro es un ser humano con cualidades y "defectos" es adulto, es maduro. Manolete (como llamaremos al man con el que estoy sablando [saliendo/hablando], para resguardar su identidad por aquello de la ley de protección de datos) misteriosamente calza en muchos, muchos de los detalles de aquella carta, pero disiente de otros tantos que no escribí: él tan punk y yo tan pop; él tan gato y yo tan perro; él tan reservado y yo tan expresiva; él tan objetivo y yo tan cinta; él tan 'rudo' y yo tan dulce. Así que no creo en el man que uno pide con puntos y comas; creo en la persona que llega a la vida de uno para algo, y en que es una decisión conjunta -basada en el amor propio y el autorrespeto- empezar a hacer camino y a reconocer al otro en la diferencia. Creo en un man que aprecie mis ocurrencias y no pontifique sobre mis locuras, entre ellas mis mood swing; y que él también quiera compartir generosamente su ser.

Ahora bien, no sé si sea Manolete -la verdad, lo dudo-, ¿pero qué certezas hay en este año, que todos los que están leyendo esto jamás imaginaron vivir?