viernes, 10 de marzo de 2017

Rojo, amarillo, verde. Otra vez rojo

Cali. Autopista con Guadalupe, Pasoancho con 66, Guadalupe con Novena, Autopista con Pasoancho, Novena con 50, 26 con Octava, 44 con Tercera Norte, Roosevelt con Guadalupe, 66 con 14… Por casi minuto y medio se recrea una realidad, la misma que se repite incontables veces al día, cientos de veces a la semana, miles de veces al mes, millones al año y quién sabe si será por toda la vida.

Los niños que hacen maromas uno encima de otro; el señor que baila con una marioneta, el que escupe fuego, el de los machetes, el del monociclo, el mimo; los que limpian parabrisas, venden emoticones de peluche, flores, calendarios Bristol, dulces, frutas, aguacates, cargadores para celulares, raquetas para matar zancudos, camisetas del Cali y del América o del Real y el Barça (los equipos de fútbol locales)…, entre otras miles de “posibilidades” sociales,  hacen parte de los protagonistas de esa parodia a la que se reduce su vida cotidiana: un circo bajo el sol, que no es propiamente El Circo Del Sol.

Un solo semáforo es suficiente para percibir fácilmente “La ciudad, las diferentes ciudades”, de la que tanto habla el sociólogo caucano Gildardo Vanegas: una ciudad victimizada por una violencia simbólica que hace que sus protagonistas tengan que estar en las calles fingiendo una vida, mientras que otros van en un carro totalmente enajenados a esa realidad que también consumen.

Y el acento lo quiero poner en esa articulación directa entre las dos ciudades: entre el que se acerca al carro en busca de un reconocimiento y el del carro que lo niega como ser humano, que lo toma como un figurante, como utilería de su mundo, de un mundo que pareciera diferente del de afuera, del que está parado al lado de su ventana, en una actitud suplicante.

Malas caras, palabras fuertes, regaños, gritos, amenazas, eventualmente armas… un pie en el acelerador, quizás una mano subiendo el vidrio y la otra en el pito, para disipar esa realidad de la que no queremos hacer parte, porque nos empeñamos en ignorar que los ahí presentes tuvieron otra posibilidad (porque en su vida eso de las “opciones” no es más que un privilegio al que no tienen acceso). Los niños, los señores, las mujeres, los ancianos…, todos están viviendo una posibilidad de supervivencia que desconocemos, frívolamente; e ignoramos cuán valientes tienen que ser para enfrentarse con una sociedad hostil que insiste en ser incompatible con la de ellos.

Desconsuelo; tal vez no sienten otra cosa más que un profundo desconsuelo: pena por no haber recibido aunque fuera una moneda, padecimiento por haber sido evadidos, dolor por haber sido ignorados y tormento por haber sido rechazados.

“Uno no es nadie para muchos como usted”, frase lapidaria que delata la tristeza de su vida reflejada en su cara. Muchos respondemos con sonrisas; otros con monedas; y pocos, con propuestas; pero quizás ninguno sienta de corazón que quienes están ahí detenidos en el tiempo esperando que paren los carros buscan una posibilidad diferente, así en muchas ocasiones su vida en el semáforo sea un negocio más que una verdadera necesidad.

Pero podríamos empezar por preguntarnos a qué se debe esta violencia simbólica de negación. ¿Qué nos hizo intolerantes, incomprensivos, individualistas, indolentes e insensibles? ¿Hasta qué punto la violencia se nos volvió una costumbre, un estricto reflejo? ¿Por qué nos empeñamos en ignorar la violencia simbólica como un síntoma de problemáticas mayores que radican en debilidades ya sea como (complejo) ser humano o como (simple) ciudadano? ¿Hasta cuándo seguiremos reconstruyendo, inocentemente, en nuestras prácticas lo que hemos heredado?

El semáforo vuelve a estar en rojo.