viernes, 14 de diciembre de 2018

Basorexia*

Hay Estados que son fallidos; el estado de ánimo, por ejemplo, y eso determina la esperanza de vida, y yo diría más bien que “la esperanza en la vida del ser humano”. ¿Por qué? En palabras raras, porque hay una deslegitimación de la figura -el Estado; por ende, del estado-, que produce un cataclismo que corroe cualquier posibilidad futura. Y en palabras normales, porque cuando alguien lo enciende en vano a uno, todo pareciera ser una gonorrea.

Hoy quiero desahogarme yo y ahogar este despecho; tener un desamor de cinco minutos, los cinco minutos que dure cualquier canción de Café con aroma de mujer. Escribiré de lo que me duele, porque es la época de la saturación del yo y porque el dolor es la singularidad que nos concierne a todos en una sociedad hipersexual, hipocondriaca, neurótica y de enfermedad colectiva como la tuza.

Así que utilizaré el discurso para paliar este dolor tan gonorrea que siente mi ego, agujero negro adicto a la dopamina que genera la mezcla entre lo furtivo y lo peligroso; lo utilizaré para publicar. Lo siento, pero todos necesitamos un espacio heroico para justificar nuestra existencia psicópata y exponer a esos bastardos que osan irse (no venirse) cuando la piel ya está ardiendo.

Entonces, brevemente (porque no hay nada que contar), he aquí la historia: si me hubieran dado cinco minutos más, esas puntas de los dedos que se buscaban conscientemente, esas miradas que fueron capaces de sostenerse en la provocación, esos mentones que no sé qué tan por error se juntaron, esas manos que de repente recorrieron mi espalda, habrían complacido mi depravación. Pero el teléfono sonó.

Un beso no se le niega a nadie, ¡¡menos en la semana del día 14!!

*parafilia que detona las repentinas ganas de besar a una persona. El deseo es tan fuerte. que incluso puede generar un orgasmo (Glamour.mx).

viernes, 30 de noviembre de 2018

Otra primera vez

Ese día en la rumba, me había pasado de tragos, y ya estaba en la etapa en la que la gente le dice a uno “NO-TE-AGUANTO-MÁS”; así que como nadie quería prestarme atención, me dio por textear a este man, el protagonista del milagro. Y le escribí, le escribí y le escribí (bien intensa, eso sí) hasta que me llamó, media hora después me recogió y me llevó para su casa. 


Aclaro: el tipo era una persona que me encantaba, me fascinaba, pero a quien solo veía ocasionalmente; de besos no habíamos pasado nunca, aunque esa noche estaba segura de que el tipo, no me iba a hacer el favor, me iba a hacer el milagro, porque veinticuatro años y virgen…, ¡ni que fuera la más fea! Sin embargo, cuando llegamos a su casa puse toda la resistencia del mundo hasta para bajarme del carro –que sí, pero si me bajaba cargada–, también para entrar a la casa ­–que ok, pero si me daba agua con gas; solo con gas–, y obviamente hasta para subir al cuarto: recuerden, estaba ebria y uno se vuelve más terco que de costumbre. 

No obstante, de distracción en distracción, llegué a su cama, detrás de una guitarra que tenía en sus manos, que porque yo quería aprender. Poco a poco, cuando ya no había más distractores que me alejaran de sus besos, la cosa empezó a ponerse seria y él me empezó a quitar el jean. En ese momento, con la sonrisa más cínica que jamás haya podido poner, le dije que perdía su tiempo, ¡porque, total, no iba a pasar nada! Literalmente, nada. ¿Que por qué? Como ni por muy borracha que estuviera el “soy virgen” me salía, entonces empecé a divagar en algo que no estaba lejos de la realidad: “Porque me voy a sentir utilizada, porque sí, ¡y por mil cosas más!”. 

Y fue en ese momento que la cosa se puso dramática: según él, esa era la última vez que nos veíamos –así no nos viéramos casi nunca–, y que no era porque estuviera enamorado de mí –como de manera convencida se lo insinué–, sino que lo hacía por él. Claramente, yo no estaba preparada para protagonizar tal drama esa noche, pero ahí seguíamos: él, su tragedia y yo, que estaba segura de que no iba a pasar nada y aun así lo ayudé a desvestirme. ¡Y a qué no adivinan qué ocurrió! 

¡Qué dolor tan hijo de p&%@! (Quienes sepan de qué hablo, me excusarán por tan bello adjetivo porque lo justificarán completamente). De repente, un “¿tú eres virgen?” (creo que más de sorpresa que de pregunta) rompió con mis quejas; y luego siguió, cautelosamente pero siguió, porque total “eso tenía que pasar algún día”. De soportable, la situación se volvió irremediablemente insufrible, además porque él seguía repitiéndome ‘tiernamente’ que no nos íbamos a volver a ver en la vida. 

“Ahora” quería que me vistiera porque no le gustaba que amaneciera y que él estuviera aún despierto, así que me iba a llevar en ese instante a mi casa. ¿Y yo? ¡A mí qué me importaba! Yo estaba bien ahí, ¿para qué me iba a vestir? Pero él insistió e insistió, hasta que dijo lo que no debió haber dicho nunca en su vida (por lo menos no a mí): “¿Si te regalo una canción, te vistes”? Y resulta no era propiamente una canción, sino que era “Te regalo una canción”, de la agrupación Poligamia. 

Cuando me dio por vestirme empecé a llorar, así como para ambientar la amalgama entre su drama y mi dolor. La verdad es que nunca supe si la canción fue coincidencia o si fue escogida, nunca supe si me la estaba cantando a mí, a la que en ese momento dejaba de existir. 

jueves, 20 de septiembre de 2018

Me gusta en cuatro



Mi depresión severa parece que se ha convertido en mi carta de presentación: soy paciente psiquiátrica desde 2012, tomo 50 mg de un recaptador selectivo de la serotonina y desde hace casi cuatro años voy a psicoterapia particular una vez a la semana. Como bien podrán suponer, ya me siento cansada, y – sobra decir– que estoy cansada de estar cansada.

Tranquilos, ¡no me voy a quitar la vida! Esta no es una carta de despedida; por el contrario, espero que sea una de bienvenida. Hace poco me hicieron un test de eneagrama, y resulta que soy un eneatipo Cuatro; así que, por favor, entiéndanme. Esperen, ¿no saben qué es eneagrama? O sea, #CulturaGeneral: descubrimientos de la #PsicologíaModerna basada en la sabiduría espiritual, ¡todo un #TrendingTopic! ¿Nada? Ok, ok, les contaré: el eneagrama es un sistema de clasificación de la personalidad, que sirve para potenciar el conocimiento sobre uno mismo, haciéndonos conscientes de los patrones automáticos que comandan nuestro carácter.

Hay nueve tipos de personalidad, y según gurús como Don Richard Riso y Russ Hudson, el mío se define por patrones que lo hacen sentirse a uno como una víctima trágica: nadie me entiende porque soy diferente, por eso creo que nadie me quiere y me siento sola así esté con mucha gente a mi alrededor. Soy un eneatipo Cuatro: una ensimismada melancólica, que aunque me falta algo, no sé qué es; me encanta –aunque me duela– perder infinidad de tiempo imaginando conversaciones que suceden en mundos paralelos, me desmorono con excesiva facilidad y soy obsesiva con mis sentimientos negativos.

No suena nada bien, ¿cierto? Lo bueno es que todo eso ya lo había reconocido en mí después de muuuuchas sesiones con el terapeuta; lo malo es que no he logrado que el psiquiatra me dé de alta, porque sigo sin saber (o sin querer descubrir) de dónde provienen la rabia, el rencor, el odio que me han conducido a la depresión (según la teoría de Freud).

Como parece que aún tengo intacto mi instinto de conservación, busqué un especialista en psicología transpersonal para que me ayudara a hacer algo con este dolor crónico que todos sentimos cuando estamos mal. En un ejercicio guiado, cerré los ojos y me encontré de frente con mi ego, mi villana interior; un desagradable ser individualista que no le gusta seguir órdenes pero tampoco tomar el mando, que todo el tiempo está buscando un salvador que lo rescate del abandono al que cree que todo el mundo lo somete y cuya compulsión más profunda es la envidia… envidia de la tranquilidad y la seguridad emocional que aparentemente sí tienen los demás.

Y ese es el Cuatro, ese soy yo y seguramente muchas de las personas que están leyendo esto: un Cuatro que no está sano. Sin embargo, resulta que cuando el Cuatro está bien, es un creativo nato, sensible, expresivo, de valiosas capacidades autoanalíticas; y, como los demás tipos, es un ser de luz que merece liberarse de los aspectos negativos de su personalidad para conectarse con su verdadera esencia.

Ese Cuatro también soy yo. Por eso, sigo explorando diversas estrategias terapéuticas para mi desarrollo personal, para saber cómo sentirme cada vez menos rota: inteligencia emocional, que llaman; esa con la que parece que no todos nacimos. Y siento que el eneagrama es una muy buena herramienta.

miércoles, 29 de agosto de 2018

La obra de la humanidad: en construcción


Hoy por hoy, sin duda, el mundo está cambiando; sin embargo –y quizás sea osado lo que diré a continuación–, a un precio bastante hipócrita, que ha dejado guerras, luchas y mucha sangre. Podríamos empezar diciendo que se jacta de haber abierto su mente, de haber aceptado que todos somos diferentes. No obstante, todos sabemos que sigue operando un modelo aplastante y que quienes detentan el poder les interesa mantener esa hegemonía que está de su parte.

Hay que tener en cuenta que cuanta más gente haya, más problemas, más desigualdades, más injusticias habrá. Podríamos decir, pues, que la utopía estaría en extinguir casi la totalidad de la población, controlar excesivamente la natalidad y preservar la homogeneidad. Pero no sería sensato. La realidad es la que hoy estamos viviendo y sobre ella hay que reflexionar.

En nuestros días, a la luz de los movimientos que están cuestionando –y derrumbando– el mundo contemporáneo, hablar de justicia, redistribución o reconocimiento no es sólo la cuestión. Podríamos cuestionarnos hasta dónde podemos llegar en la reivindicación de la diferencia, y cómo –en esta medida– mantener el universalismo jurídico, la unidad política, las naciones unidas, los ideales modernos como la libertad, y de qué manera hacer justicia a los principios que demandan polos tan opuestos.

Por lo pronto, como autora de este escrito, sé que la respuesta no está en la redistribución como única solución (cuando la solución es la redistribución, tal como lo sugiere Fraser en De la redistribución al reconocimiento), pero tampoco en un reconocimiento a secas (cuando la solución, según la misma autora, es el reconocimiento).

Entremos en materia: somos testigos de una obsesión por la igualdad, y a la vez los movimientos que nacen con el discurso multiculturalista de la postmodernidad reivindican las particularidades que hacen diferentes a los seres humanos; pero no las articulan, por ningún motivo, con todas aquellas similitudes que nos hacen iguales (como un religioso diría: “hijos de Dios”).

Por lo tanto, y retomando lo que sustenta Sartori, a mi parecer estamos retrocediendo frente a la tolerancia que habíamos alcanzado. Los “diferentes”, como víctimas, piden que se acepte la diferencia y discriminan la igualdad, y en esa medida condenan que la igualdad, como victimaria, quiera atenuar aquellas particularidades.

¡Qué injusticia! es la expresión que a diario más repetimos. Para empezar, entonces, es importante tener en cuenta que la justicia se reclama en todas las escalas; claramente todos –absolutamente todos– en la vida nos hemos sentido víctimas de alguna injusticia. La injusticia no solo es para unos cuantos ni para los considerados como más vulnerables por carecer de algún tipo de poder (determinado histórica y, por ende, culturalmente). Y que, como ya lo mencioné, la solución a la injusticia no solo es redistributiva sino que tiene que ver también con el reconocimiento e incluso con el respeto.

¿Pero qué es la justicia y qué hace que una sociedad sea justa? La justicia hace parte de los sistemas morales que la cultura va configurando y en la cual debería apoyarse el sistema de leyes que posibilitan la vida en común. La justicia es una categoría moral de la política, que introduce la igualdad. Y en este caso la equidad es un asterisco en la igualdad: es decir, lo justo correspondiente.

Para Kant, está la exigencia de que la política se sometiera al derecho y este a la moral: por encima del derecho positivo está la moralidad política, el punto de vista moral que orienta el sistema jurídico y político. Por su parte, Aristóteles concluye que la justicia es una virtud social, en justicia se aplica el principio de igualdad, es el argumento de cohesión y la armonía de la vida en sociedad. Es evidente que la justicia trata de resolver problemas que ha traído la civilización, entonces –y por último–, para Rawls es claro que con ella se llega a solucionar problemas de la vida social.

De acuerdo con lo anterior, ¿cómo ser justo? Podríamos insinuar que “a cada quién según lo que la ley le atribuye” (Nozick), o “a cada cual según su capacidad, a cada cual según su necesidad” (Marx), o mejor –digo yo– “a cada quien según su mérito”, puesto que tratar a todos por igual, equivale a ser injusto. O qué tal como diría Rawls: estar todos en el mismo punto de partida, con las mismas condiciones, las mismas oportunidades, el mismo acceso, para que todas aquellas injusticias –producto de una herencia de la historia y el azar, hoy por hoy reafirmadas por la cultura– dejen de llevarse el protagonismo.

¿Cómo ser justos con cada grupo, con cada cultura –como ellos se denominan? Como Rawls, en este caso, pienso que debe haber unos mínimos que han de respetarse, y sobre los cuales la justicia pueda basarse; unos mínimos que converjan en un “acepto” pese a las diferencias. Claro está que no al estilo del liberalismo porque esa es una tolerancia disfrazada. Entonces, en este punto la reflexión da un giro: ¿cómo una sociedad habitada por una multitud de concepciones de vida buena puede encontrar un punto común? ¿Cómo se podría encontrar una teoría de la justicia si entre esos grupos que reivindican sus particularidades no hay acuerdos, y cómo coincidir en lo que es moralmente correcto si no hay consenso sino un profundo disenso?

Como ya se ha dicho en múltiples ocasiones, se ha construido un discurso que  postula que todos no somos iguales, pero merecemos que se nos trate como iguales; no obstante, sentimos que necesitamos que se nos reconozcan nuestras particularidades. ¿Cómo escapar de esta trampa si ya está claro que privilegiar la igualdad para combatir la desigualdad invisibiliza la diferencia?

La redistribución. Algunos creen que si todos tuviéramos lo mismo, no habría desigualdades, no habría injusticias. Pero no es cierto, porque en alguna escala de esa igualdad se producirá una desigualdad, una injusticia. Esto para decir que las injusticias no son únicamente económicas y que las soluciones no se tranzan simplemente con la redistribución de cosas materiales.

Como dice Honneth, el hombre no solo pelea por tierra, agua, pan. Es reduccionista esta visión. Hay un conflicto social y no necesariamente por un bien material: todo conflicto es un conflicto de reconocimiento. Es decir que para ser sujeto, para configurarse como tal, debe ser reconocido, en relación con los otros. El ser humano tiene una necesidad de reconocimiento; no somos (existimos) sino en sociedad –hace parte de nuestro sino. Por lo esto, pues, ¿se trata de ser iguales y que, a la vez, cada quien tenga (y no solo material) lo que le corresponde? Si cuanto más se reivindica una diferencia más se excluye la igualdad, entonces, ¿qué clase de inclusión se pretende reivindicar? ¿A quién se le atribuye la injusticia? Se tilda como un resultado cultural, pero se dejan de lado las particularidades históricas que la caracterizan.

¿Acaso el multiculturalismo es algo nuevo? Yo diría que el término está de moda, porque realmente diferentes siempre hemos sido. En la reivindicación de esa diferencia se olvidan que están defendiendo la diversidad y se enfrascan en la “cultura” propia, de lo propio, de lo único que nadie más tiene, se niega el pluralismo y se contribuye a que prevalezca la separación y la desintegración, creando así cada vez más diversos grupos, aislados entre sí, cada uno con unos propios fines y estilos de vida

Ese mismo multiculuralismo introduce o refuerza la invisibilización (un aspecto de la injusticia): él reclama reconocimiento, un reconocimiento diferente del que sus “culturas” han hecho acreedoras. Lo cual choca con ese deseo hegemónico de que así se mantenga el sistema porque así funciona, y la estructura tal como está es indispensable para que todas sus partes funcionen.

Para finalizar, en consecuencia, podemos darnos cuenta de que no es fácil hallar puntos comunes puesto que todos los individuos estamos atravesados por múltiples identidades: no solo son 184 países, sino cinco mil grupos étnicos y seiscientos grupos lingüísticos. Y cada grupo cree que su subordinación es la más injusta. A los más no les interesan los menos (no solo por lo que no tengan sino por lo que no son). Y en el mismo piso de una pirámide se reproduce este modelo. Por lo tanto, pareciera una discusión “gangrenosa”, que no se sabe dónde se pueda cortar. Está bien que todos somos diferentes, pero por eso no dejamos de ser seres humanos, merecedores de respeto igual.

Hoy por hoy somos aproximadamente siete mil millones de habitantes en la Tierra, y es como si quisiéramos acomodar a veinte micos para una foto. ¿Cómo poner de acuerdo a los siete mil millones? La respuesta puede estar en el derecho. ¿Pero qué pasa cuando creemos que la ley no es para todos sino para unos “pocos”, porque aplicarla de igual forma –obviando las diferencias– equivaldría a ser moralmente injusta?

La actualización del sistema jurídico debe ir de la mano con un cambio de mentalidad, porque si no se produciría más odio entre esos que se llaman diferentes. Y para concluir, repito que es una discusión de nunca acabar. Pero para mí la clave está en la tolerancia, en la aceptación: todos somos diferentes pero pertenecemos a un mismo lugar, y por lo tanto no vale la pena crear rupturas ni aislarse. Para mí la solución no está en el multiculturalismo como valor supremo, sino como parte de un pluralismo, que promueve la integración de la diferencia. Tal como lo indica Sartori.


María Clara Navia Saavedra
Comunicación Social – Periodismo,
Filosofía Política como opción de grado

sábado, 10 de febrero de 2018

Las cortinas de Tutina

Imagen 1
Revista Jet Set
Se puede vestir con las cortinas de Palacio, y las revistas de moda se detienen a comentar los aciertos de sus atuendos. Se trata de un personaje público que ha sabido proyectar una imagen personal caracterizada por un estilo que expresa elegancia y sobriedad y que sabe adecuar a su edad y estilo de vida ciertas tendencias. Casas de moda representativas del país como Johanna Ortiz y Lina Cantillo se han encargado de vestirla para diferentes ocasiones internacionales, en donde ha dejado en alto la industria colombiana de la moda, según los expertos. Cabe resaltar que la elegancia y el estilo de Tutina han sido incluso comparados con los de Jackie Kennedy, un icono del estilo clásico. 

Imagen 2
Revista Caras
Tiene un estilo clásico, con tendencia hacia lo clásico-romántico. Como lo podemos ver en las imágenes, las vestimentas en su mayoría son vestidos femeninos y faldas tipo lápiz o en línea A hasta la rodilla, que se caracterizan por sus cortes limpios, los colores claros y la sutileza de sus adornos (perlas en el caso de la imagen 1 y volantes en el caso de la imagen 3). Las piezas icónicas de la primera dama son las faldas y los vestidos que usa hasta la rodilla -de colores básicos y cortes limpios y rectos-, los zapatos de tacón medio y los accesorios discretos, que sabe combinar con un maquillaje impecable.  
Imagen 3
Revista Cromos

Es visible que se trata de una mujer elegante, y es lo que su estilo refleja ante todo. Por otra parte, es la primera dama de la Nación colombiana: eso quiere decir que ante el país es la imagen matrimonial y familiar del presidente Santos (un hombre que también pertenece a una familia de clase alta cuyo apellido ha tenido una trayectoria histórica en periodismo y política); y ante el mundo es la imagen no solo de Colombia, sino de la mujer colombiana.