miércoles, 29 de agosto de 2018

La obra de la humanidad: en construcción


Hoy por hoy, sin duda, el mundo está cambiando; sin embargo –y quizás sea osado lo que diré a continuación–, a un precio bastante hipócrita, que ha dejado guerras, luchas y mucha sangre. Podríamos empezar diciendo que se jacta de haber abierto su mente, de haber aceptado que todos somos diferentes. No obstante, todos sabemos que sigue operando un modelo aplastante y que quienes detentan el poder les interesa mantener esa hegemonía que está de su parte.

Hay que tener en cuenta que cuanta más gente haya, más problemas, más desigualdades, más injusticias habrá. Podríamos decir, pues, que la utopía estaría en extinguir casi la totalidad de la población, controlar excesivamente la natalidad y preservar la homogeneidad. Pero no sería sensato. La realidad es la que hoy estamos viviendo y sobre ella hay que reflexionar.

En nuestros días, a la luz de los movimientos que están cuestionando –y derrumbando– el mundo contemporáneo, hablar de justicia, redistribución o reconocimiento no es sólo la cuestión. Podríamos cuestionarnos hasta dónde podemos llegar en la reivindicación de la diferencia, y cómo –en esta medida– mantener el universalismo jurídico, la unidad política, las naciones unidas, los ideales modernos como la libertad, y de qué manera hacer justicia a los principios que demandan polos tan opuestos.

Por lo pronto, como autora de este escrito, sé que la respuesta no está en la redistribución como única solución (cuando la solución es la redistribución, tal como lo sugiere Fraser en De la redistribución al reconocimiento), pero tampoco en un reconocimiento a secas (cuando la solución, según la misma autora, es el reconocimiento).

Entremos en materia: somos testigos de una obsesión por la igualdad, y a la vez los movimientos que nacen con el discurso multiculturalista de la postmodernidad reivindican las particularidades que hacen diferentes a los seres humanos; pero no las articulan, por ningún motivo, con todas aquellas similitudes que nos hacen iguales (como un religioso diría: “hijos de Dios”).

Por lo tanto, y retomando lo que sustenta Sartori, a mi parecer estamos retrocediendo frente a la tolerancia que habíamos alcanzado. Los “diferentes”, como víctimas, piden que se acepte la diferencia y discriminan la igualdad, y en esa medida condenan que la igualdad, como victimaria, quiera atenuar aquellas particularidades.

¡Qué injusticia! es la expresión que a diario más repetimos. Para empezar, entonces, es importante tener en cuenta que la justicia se reclama en todas las escalas; claramente todos –absolutamente todos– en la vida nos hemos sentido víctimas de alguna injusticia. La injusticia no solo es para unos cuantos ni para los considerados como más vulnerables por carecer de algún tipo de poder (determinado histórica y, por ende, culturalmente). Y que, como ya lo mencioné, la solución a la injusticia no solo es redistributiva sino que tiene que ver también con el reconocimiento e incluso con el respeto.

¿Pero qué es la justicia y qué hace que una sociedad sea justa? La justicia hace parte de los sistemas morales que la cultura va configurando y en la cual debería apoyarse el sistema de leyes que posibilitan la vida en común. La justicia es una categoría moral de la política, que introduce la igualdad. Y en este caso la equidad es un asterisco en la igualdad: es decir, lo justo correspondiente.

Para Kant, está la exigencia de que la política se sometiera al derecho y este a la moral: por encima del derecho positivo está la moralidad política, el punto de vista moral que orienta el sistema jurídico y político. Por su parte, Aristóteles concluye que la justicia es una virtud social, en justicia se aplica el principio de igualdad, es el argumento de cohesión y la armonía de la vida en sociedad. Es evidente que la justicia trata de resolver problemas que ha traído la civilización, entonces –y por último–, para Rawls es claro que con ella se llega a solucionar problemas de la vida social.

De acuerdo con lo anterior, ¿cómo ser justo? Podríamos insinuar que “a cada quién según lo que la ley le atribuye” (Nozick), o “a cada cual según su capacidad, a cada cual según su necesidad” (Marx), o mejor –digo yo– “a cada quien según su mérito”, puesto que tratar a todos por igual, equivale a ser injusto. O qué tal como diría Rawls: estar todos en el mismo punto de partida, con las mismas condiciones, las mismas oportunidades, el mismo acceso, para que todas aquellas injusticias –producto de una herencia de la historia y el azar, hoy por hoy reafirmadas por la cultura– dejen de llevarse el protagonismo.

¿Cómo ser justos con cada grupo, con cada cultura –como ellos se denominan? Como Rawls, en este caso, pienso que debe haber unos mínimos que han de respetarse, y sobre los cuales la justicia pueda basarse; unos mínimos que converjan en un “acepto” pese a las diferencias. Claro está que no al estilo del liberalismo porque esa es una tolerancia disfrazada. Entonces, en este punto la reflexión da un giro: ¿cómo una sociedad habitada por una multitud de concepciones de vida buena puede encontrar un punto común? ¿Cómo se podría encontrar una teoría de la justicia si entre esos grupos que reivindican sus particularidades no hay acuerdos, y cómo coincidir en lo que es moralmente correcto si no hay consenso sino un profundo disenso?

Como ya se ha dicho en múltiples ocasiones, se ha construido un discurso que  postula que todos no somos iguales, pero merecemos que se nos trate como iguales; no obstante, sentimos que necesitamos que se nos reconozcan nuestras particularidades. ¿Cómo escapar de esta trampa si ya está claro que privilegiar la igualdad para combatir la desigualdad invisibiliza la diferencia?

La redistribución. Algunos creen que si todos tuviéramos lo mismo, no habría desigualdades, no habría injusticias. Pero no es cierto, porque en alguna escala de esa igualdad se producirá una desigualdad, una injusticia. Esto para decir que las injusticias no son únicamente económicas y que las soluciones no se tranzan simplemente con la redistribución de cosas materiales.

Como dice Honneth, el hombre no solo pelea por tierra, agua, pan. Es reduccionista esta visión. Hay un conflicto social y no necesariamente por un bien material: todo conflicto es un conflicto de reconocimiento. Es decir que para ser sujeto, para configurarse como tal, debe ser reconocido, en relación con los otros. El ser humano tiene una necesidad de reconocimiento; no somos (existimos) sino en sociedad –hace parte de nuestro sino. Por lo esto, pues, ¿se trata de ser iguales y que, a la vez, cada quien tenga (y no solo material) lo que le corresponde? Si cuanto más se reivindica una diferencia más se excluye la igualdad, entonces, ¿qué clase de inclusión se pretende reivindicar? ¿A quién se le atribuye la injusticia? Se tilda como un resultado cultural, pero se dejan de lado las particularidades históricas que la caracterizan.

¿Acaso el multiculturalismo es algo nuevo? Yo diría que el término está de moda, porque realmente diferentes siempre hemos sido. En la reivindicación de esa diferencia se olvidan que están defendiendo la diversidad y se enfrascan en la “cultura” propia, de lo propio, de lo único que nadie más tiene, se niega el pluralismo y se contribuye a que prevalezca la separación y la desintegración, creando así cada vez más diversos grupos, aislados entre sí, cada uno con unos propios fines y estilos de vida

Ese mismo multiculuralismo introduce o refuerza la invisibilización (un aspecto de la injusticia): él reclama reconocimiento, un reconocimiento diferente del que sus “culturas” han hecho acreedoras. Lo cual choca con ese deseo hegemónico de que así se mantenga el sistema porque así funciona, y la estructura tal como está es indispensable para que todas sus partes funcionen.

Para finalizar, en consecuencia, podemos darnos cuenta de que no es fácil hallar puntos comunes puesto que todos los individuos estamos atravesados por múltiples identidades: no solo son 184 países, sino cinco mil grupos étnicos y seiscientos grupos lingüísticos. Y cada grupo cree que su subordinación es la más injusta. A los más no les interesan los menos (no solo por lo que no tengan sino por lo que no son). Y en el mismo piso de una pirámide se reproduce este modelo. Por lo tanto, pareciera una discusión “gangrenosa”, que no se sabe dónde se pueda cortar. Está bien que todos somos diferentes, pero por eso no dejamos de ser seres humanos, merecedores de respeto igual.

Hoy por hoy somos aproximadamente siete mil millones de habitantes en la Tierra, y es como si quisiéramos acomodar a veinte micos para una foto. ¿Cómo poner de acuerdo a los siete mil millones? La respuesta puede estar en el derecho. ¿Pero qué pasa cuando creemos que la ley no es para todos sino para unos “pocos”, porque aplicarla de igual forma –obviando las diferencias– equivaldría a ser moralmente injusta?

La actualización del sistema jurídico debe ir de la mano con un cambio de mentalidad, porque si no se produciría más odio entre esos que se llaman diferentes. Y para concluir, repito que es una discusión de nunca acabar. Pero para mí la clave está en la tolerancia, en la aceptación: todos somos diferentes pero pertenecemos a un mismo lugar, y por lo tanto no vale la pena crear rupturas ni aislarse. Para mí la solución no está en el multiculturalismo como valor supremo, sino como parte de un pluralismo, que promueve la integración de la diferencia. Tal como lo indica Sartori.


María Clara Navia Saavedra
Comunicación Social – Periodismo,
Filosofía Política como opción de grado