lunes, 24 de octubre de 2011

Esta es La Pava Navia

El único vacío que le gusta es el que se siente cuando el avión despega. María Clara (con tilde) es una comunicadora social que escogió el periodismo como hobby cuando le entregó su vida a la corrección gramatical y de estilo de textos varios y decidió interesarse por la filosofía del derecho en una carrera afanada por volverse analista política. Como si fuera una clase de agüero se pone el arete izquiero primero para empezar el día con pie derecho. Se declara amante de lo pequeño y está convencida de que estrellarse es necesario para la evolución. Sus amigos la describen como la inteligentemente loca que todos quisieran tener en su vida. Incluso dormida piensa en letras y por eso se le ha conferido la gran misión de redactar el intro de cada programa de Ilapso. Confiesa que el mejor regalo que podría recibir es una resma de papel. Llorona como su mamá, !para qué mentir! Y, como si no bastara, perfeccionista a muerte. Aunque es simplemente complicada y de memoria selectiva, es encantadoramente detallista (y no propiamente porque dé regalos) y creyente de que hasta el peor tiene algo de bueno.

domingo, 16 de octubre de 2011

¡Qué injusticia!

Llegar de la capital a la ciudad de origen siempre da duro, sea cual sea la razón. Ayer a las 10:50 de la mañana, en un acto suicida, despegué de Bogotá sin cinturón de seguridad. Y empezamos mal porque no me dejaron hacer en la ventanilla (pese a haber hecho el check in por la web veinticuatro horas antes). Muerta de la ira, por primera vez me tomé de un solo sorbo el tinto hirviendo que amablemente ofrecen en esos cortos vuelos y mantuve la pantalla prendida en modo Flight Map para ver dónde se caería el avión. ¡Ah! y como cosa rara me enamoré: Santiago: rubio, ojimiel, muy blanco, cachetes rosados. Unos veintidós años menor que yo. Desde las 10:50 hasta que aterrizamos (también sin cinturón) no dejé de escribir sobre la injusticia, porque todo: ¡qué injusticia!

En nuestros días, a la luz de los movimientos que están cuestionando –y derrumbando– el mundo contemporáneo, hablar de justicia, redistribución o reconocimiento no es sólo la cuestión. Podríamos cuestionarnos hasta dónde podemos llegar en la reivindicación de la diferencia, y cómo –en esta medida– mantener el universalismo jurídico, la unidad política, las naciones unidas, los ideales modernos como la libertad, y de qué manera hacer justicia a los principios que demandan polos tan opuestos. 

Pero entremos en materia: somos testigos de una obsesión por la igualdad, y a la vez los movimientos que nacen con el discurso multiculturalista de la postmodernidad reivindican las particularidades que hacen diferentes a los seres humanos; pero no las articulan, por ningún motivo, con todas aquellas similitudes que nos hacen iguales (como un religioso diría: “hijos de Dios”). 

Acaso ¡qué injusticia! no es la expresión que a diario más repetimos. Para empezar, entonces, es importante tener en cuenta que la justicia se reclama en todas las escalas; claramente todos –absolutamente todos– en la vida nos hemos sentido víctimas de alguna injusticia. La injusticia no solo es para unos cuantos ni para los considerados como más vulnerables por carecer de algún tipo de poder (determinado histórica y, por ende, culturalmente). Y que, como ya lo mencioné, la solución a la injusticia no solo es redistributiva sino que tiene que ver también con el reconocimiento. 

¿Pero está claro qué es la justicia y qué hace que una sociedad sea justa? La justicia hace parte de los sistemas morales que la cultura va configurando y en la cual debería apoyarse el sistema de leyes que posibilitan la vida en común. La justicia es una categoría moral de la política. La equidad es un asterisco en la igualdad: es decir, lo justo correspondiente. Entonces, ¿cómo ser justo con todos aquellos grupos –y con cada uno de ellos– que se pretenden únicos y que valen más que los demás?

Y como lo he dicho en múltiples ocasiones, en una que otra conferencia que he dado, se ha construido un discurso que postula que todos no somos iguales, pero merecemos que se nos trate como iguales; no obstante, sentimos que necesitamos que se nos reconozcan nuestras particularidades. ¿Cómo escapar de esta trampa si ya está claro que privilegiar la igualdad para combatir la desigualdad invisibiliza la diferencia? Unos comunes básicos.

En consecuencia, podemos darnos cuenta de que no es fácil hallar puntos comunes puesto que todos los individuos estamos atravesados por múltiples identidades: no solo son 184 países, sino cinco mil grupos étnicos y seiscientos grupos lingüísticos. Y cada grupo cree que su subordinación es la más injusta. A los más no les interesan los menos (no solo por lo que no tengan sino por lo que no son). Y en el mismo piso de una pirámide se reproduce este modelo. Por lo tanto, pareciera una discusión “gangrenosa”, que no se sabe dónde se pueda cortar. Está bien que todos somos diferentes, pero por eso no dejamos de ser seres humanos, merecedores de respeto igual.

La clave está en la tolerancia, en la aceptación: todos somos diferentes pero pertenecemos a un mismo lugar, y por lo tanto no vale la pena crear rupturas ni aislarse. Para mí la solución no está en el multiculturalismo como valor supremo, sino como parte de un pluralismo, que promueve la integración de la diferencia.

Entonces, retomando el vuelo, injusticia fue haber estado en la capital y no haber visto a Andrés Pastrana; injusticia fue haber tenido una cita en un café revolucionario y que mientras él quería dormir conmigo, yo quería dormir con el Ché; injusticia fue haber estado en una premiación en el Club El Nogal –muy a la altura de Mancuso– y no haber ganado nada; injusticia fue haberme dado una buena vida por nueve días y haber regresado a Cali con dos kilos de sobrepeso; injusticia fue no haber podido sentarme en una silla que había escogido veinticuatro horas antes porque una niña especial quería hacerse ahí. ¡Ah! y, entonces, nos cuestionamos moralmente sobre esta última injusticia. Mi teoría es que con relativismos, aunque poco humano suene, no se puede llegar a ningún lado.

Yo creo en Michel

A veces parpadea rápido, cuando maneja siempre tiene que tener algo enredado en los dedos y cuando escucha atentamente tiende a inclinar su cabeza. De cuando en cuando pareciera brusco, pero de repente una mirada seguida de un par de palabras revelan la inevitable inocencia de la ternura. Brinca, salta, se ríe, cuenta historias, es feliz, está orgulloso de quien es.

Quizás él no se acuerde, pero un día me dijo que me amaba. Y yo le creí. Le creí porque creo en él. Y creo en él porque ha estado para mí, como dicen los estadounidenses, 24/7; con el tiempo su mirada idealista se ha hecho más transparente ante mis ojos históricamente analíticos y desconfiados: es la persona que hace más de un año, cuando escribí una novela sobre su candidatura al Senado, sus amados me entregaron en cada una de sus palabras. Un líder convencido de que hay maneras de cambiar el mundo y de rescatar el consenso.

En la vida real no es tan inteligente y preparado como parece en la esfera pública. En realidad es brillante, y esa luz ilumina a quienes lo adoran y han servido de medio y fin para fortalecer esa nobleza que tan bien lo dibuja. Sí, es sincero, tan sincero como esperanzador: siempre hay una salida y no hay que valga más que el amor propio, el autorrespeto y la lucha constante.

Para mí, entregársele al colectivo es el acto máxime del altruismo; y esto responde a su sueño de que la política es el espacio de lo posible. Su firmeza y su empuje son las características más férreas de esa sencillez. ¿No obstante, qué es lo que la mirada social supone? Supone la perfección. Sin embargo, no somos perfectos, somos humanos, todos tan tercos, frágiles y con tantos afanes como él. Pero para mí será el héroe que muchos no se han atrevido a ser.

Creo en las personas que son capaces de ser mejores seres humanos cada día; creo en los gestores que quieren influir y participar en la transformación de un gobierno: con principios. La construcción siempre será un estado inacabado, por lo tanto, creer en alguien es fundamental para armar con nuestros términos un nuevo proyecto político. ¡Yo creo en Michel! Michel Maya al Concejo de Cali, #1 Partido Verde. www.michelmaya.com

Soy su amiga, no hay nada más objetivo que eso. Para esos son los amigos.

De la filosofía del derecho a hacer el amor en el techo

Esta mañana me desperté pensando en mi otra mitad, y recordé que hacía mucho rato no les contaba nada de mi vida real. "La noche se va acabando y no encuentro las palabras; yo sé que me estás mirando y yo sigo aquí callad[a], y no es porque no me gustes si me gustas demasiado. Tal vez ese es el problema: que me tienes asustad[a]". Bacana la moto, ¿no?


Así es, se fue el año e, ¡increíble!, no ha pasado nada. Nada diferente a que ahora trabajo independiente –por fin puedo decir que tengo mi taller donde se puede cortar y pegar (literal copy-paste)– y que en cuatro meses me habré ganado algo más de siete millones de pesos. Sí, yo sé que para mucho no es nada... pero ninguna persona espera ganarse eso hoy en sus primeros salarios. No, aún no me he ido a vivir sola (creo que será unas de las primeras cosas que haga en el 2012 [a huevo eso también estaba en las predicciones mayas] si es que no me voy del país... ¿a vivir? ¡N'ombre! En la búsqueda de unos viñedos al sur de Francia o a compartir la felicidad de un matrimonio en México. No sé. Tengo que preguntarle a los mayas; ahora llamo a Michel [Sí, el mismo. El candidato al Concejo de Cali #1 Partido Verde www.michelmaya.com]).

Y en esas me la he pasado: copipasteando, editando, corrigiendo (por cierto, ¿ninguno quiere darme trabajo? Presto mis servicios de corrección gramatical y de estilo [mucho estilo]. ¿Ustedes columnistas, no quieren que sus letras pasen por mis manos primero? Podríamos hacer convenios. De $ 5.000 en $ 5.000 me vuelvo millonaria. Estoy hablando en serio, ¿eh? A eso me dedico. No a hablar en serio, sino a corregir, y recuerden tengo que pagar la casa en la que voy a vivir sola). Y también me la he pasado haciendo cosas más raras, porque ahora tengo un súper plan, que compartí en Kien y Ke. Los invito a leer mi post de hoy en la revista virtual Kien y Ke: “De la filosofía del derecho a hacer el amor en el techo”:
Con el objetivo de ir a algo raro cada semana para consolidar mi proyecto de encontrar esposo, y mientras tanto aprovechar y buscar sobre qué escribir, empecé a hacer una maestría. Tal como leen. Y así es como a un salón de saco y corbata yo llego en chanclas y uñas de muñeca: Filosofía del derecho contemporáneo; no mi pinta, así se llama la carrera. Obviamente la comunicadora no podía pasar desapercibida; luego de darme la bienvenida los diez abogados que están en la clase, incluido el doctor profesor, me preguntaron qué estaba haciendo allí. ¡Y adivinen qué! Pues me tocó decirles que quería ser periodista de las Altas Cortes y, por qué no, analista política. ¿Quién iba a hablar de matrimonio ahí si todos parecen mis papás? (Y así me tratan. ¡Más bonitos!).

Pero eso sí, todos hablan y dan por entendidas muchas cosas que a larga me toca imaginármelas porque si no, la clase no avanzaría por mi preguntadera. Pero no hay de qué preocuparse: con la precisión de la que carezco he aprendido que hay que hablar… así sean bobadas, pero hablar.

Siguiendo la misma consigna de vida (no la de hablar bobadas) llegué al Taller Habitar la cubierta, ofrecido por la Universidad de San Buenaventura, Cali. Y cuando decía en un comienzo que me busco algo “raro” es literalmente raro y, por ende, nunca sé dónde me meto (solo sabía que era el auditorio más grande de la universidad, que mi cuñado abría la conferencia y que yo estaba sentada detrás de Papo… y que, ¡trin!, lo que estaba proyectado en la pantalla del auditorio yo lo había corregido). Hablaban y hablaban de habitar la cubierta y yo solo pensaba y pensaba en un pastel de chocolate; luego, habitarla sería hacer real el ideal de Hansel y Gretel. Eso creía yo.

¿Ustedes tampoco saben qué es una cubierta? Los entiendo; incluso los que saben creen que saben mucho y aún piensan que es un plano que solo cierra una edificación y nos protege. Lo bueno de mi súper proyecto es que algo se aprende y eso sirve para hablar con la suegra que no tengo, por ejemplo. Y, entonces, señora suegra, ahí está la cubierta: representa la vida del paso del tiempo, de la luz y de la sombra. Una lejanía; quizás un cementerio de máquinas. ¿Quién puede conferirle otra clase de sentimientos a un simple techo? ¿Pero saben por qué? (Me lo dijeron en el taller). Porque hay un temor constante de que no se puede hacer nada más a costas de un conjunto disgregado, que no tiene equilibrio y proporción. Todos podemos coincidir en algún momento que para qué habitar la cubierta si “allá arriba” solo hay objetos sueltos que parecieran fuera de lugar. ¿O no? ¿O uno ve un techo y qué dice? De hecho, ¿cuando se está buscando esposo, quién se molesta en mirar para arriba al ver alguna edificación? ¡Pero qué mundo nos falta! ¡De qué ojo arquitectónico carecemos! ¿Conocemos si acaso a Le Corbusier?

Bueno, equis, pero cómo les parece,que tras miles de imágenes que me mostraron de unos arquitectos loquísimos (más bien era uno), me convencieron de que resulta tan atractivo pasar de una ciudad pegada al suelo a una puesta en pié y convertir esos elementos disgregados en piezas aquitectónicas que ya no sean puestas por necesidades técnicas, sino que representen una suma de singularidades que terminen por hacer una composición bastante atractiva y sobre todo útil.

Esta obsesión de subir a los tejados (que hablen sus amigas las gatas) ha hecho de la cubierta un espacio arquitectónico autónomo: donde vivir, habitar y soñar más cerca del cielo. Aprovechar la azotea y su estructura y soporte para darle nuevos usos e interpretaciones significa que ya no se trata de enterrarse para disfrutar de la intimidad, sino de elevarse para disfrutar el horizonte y, por qué no, hacer el amor en el techo.

¿Ven que de lo extraño salen nuevas experiencias? Sí. Ese es el motivo por el cual estoy viajando permanentemente al Ecuador a asesorar un paro nacional de alpacas. Y será el mejor paro de la historia de las alpacas, ¡se los juro! ¿Y quién quita que me case con un AlpacO?

Yo también besé a mi exnovio

Yo también besé a mi exnovio, ¡y qué! ¿Quién no lo ha hecho? –¿Cómo así? Un momento, ¿ustedes también han besado a mi exnovio? Muchos estarán pensando que qué fracasada. ¿Pero qué es el fracaso? Solo sabemos que todos queremos hacer las cosas bien, correr tras el éxito. Hoy en día el mundo perfecto es un sueño colectivo. ¿Y qué es el fracaso? Por qué no una ilusión, un espejismo, una ficción.

Después de hacer un ligero sondeo concluí que el fracaso es algo más subjetivo que la belleza. Entonces, me tocó ir a una exposición en el Museo La Tertulia (Cali, Colombia) que se llamaba Ensayos para un mundo mejor. Presentaba el fracaso como una forma de conocimiento y lo liberaba del antagonismo de los juicios de valor; catalogaba su existencia en un espacio de operaciones productivas en un lugar intermedio que separa la intención de la realización.

Por lo tanto, según lo que pude entender mediante los trabajos expuestos de varios artistas, el concepto iba más allá del absurdo, del vacío, de la nada, de la melancolía de un pasado inexistente en el hoy, de la amenaza del eterno retorno, que caracterizaba cada obra de arte. El concepto trascendía el sondeo, incluso, llegaba a un mundo de posibilidades durante un proceso, que sin duda es más importante que su resultado.

Lo entendí casi todo, entonces: ignorantemente condenamos al fracaso hasta darle un beso a mi exnovio (por favor, luego quiero hablar con todas las que han besado a mi exnovio). Y, por ejemplo, ¿cuántas veces no hemos repetido hasta el cansancio que no volvemos a comer chocolate desaforadamente? Sí. Un exnovio es tan dañino pero tan placentero como un exceso de chocolate. Pero tendemos a encasillar este par de espontaneidades en la repetición; a verlas como si fueran el drama del individuo en la sociedad. ¿Quién dice que son algo mecánico, que hacen parte de una serialidad? "Da igual. Prueba otra vez. Fracasa mejor". Es decir, sin peros volveré a besarlo y, si es el caso, también lo embadurnaré de chocolate.
 
Según lo anterior, ¿estaríamos de acuerdo con que "el fracaso siempre es relativo, siempre viene enmarcado en un contexto y un tiempo específico"? Piénsenlo bien: "En otro tiempo y lugar podría haber sido una obra maestra". Y según eso, ¿por qué no darle el debido lugar a la incertidumbre? ¿Hasta cuándo nos decimos que en la vida volvemos a aceptar algo que en realidad no queremos? Disfrútenlo. Ese es el arte del fracaso: seguir diciendo que sí y arrepintiéndose después.

 
¿Qué no volvemos a llegar en "esta semana" tarde a clase o al trabajo? Ese domingo aprendí que los actos fallidos hacen replantear la ruta; el fracaso se convierte por azar en descubrimiento: ¿y si fuera otro trabajo y otra clase? Es igual que un "jamás vuelvo a tomar trago" cada vez que me emborracho; nada más representativo de la metáfora de la ilusión, de lo temporal y efímero. Cada pieza artística evidenciaba esta predestinación a desvanecerse que pone a cada rato en evidencia la fragilidad del mundo perfecto. ¿Pero qué mundo es perfecto sin una copa?


¿Cansada de decir que "no vuelvo a llamar al que me jodió la existencia"? (Perdón por lo de existencia). Perseguir el pasado perfecto y traerlo al presente como una voluntad potencialmente convertida en nostalgia. "Dime que volverás". ¿Pero qué tal que un día si vuelva?

Sí, sí, no volvemos a pelear con nuestros hermanos. Parece que nos rige la paradoja del eterno retorno. ¿Estamos atrapados? Quizás. Tal como si fuera una encrucijada que no ofrece salida. No votar, por ejemplo, no participar de la democracia en la que vivimos es el símbolo romántico de la pérdida y la tragedia humana. Que nos construyan el país que no queremos rima con el "algo que se rompe estrepitosamente" que trae en su etimología el fracaso.

No niego que después de ver la exposición me sentía aun más fracasada en la vida. Pero tras reflexionar sobre unas obras de arte, cuyo arte no me pudo hacer sentir peor (¡qué tal que fuera curadora!), me hicieron concluir que cuantas veces sea necesario reincidiremos: besaremos a mi exnovio, haremos por compromiso moral lo que no queremos hacer, llegaremos tarde una vez más, volveremos a emborracharnos, seguiremos llamando a aquel cabrón, la última pelea con nuestros hermanos jamás será la última, y seguramente nos dará pereza salir a votar esta vez.
 
Pero ese es el fracaso: un camino, no necesariamente un hundimiento. Es un estado de ánimo, quizás como el éxito o el arte. ¿Y qué es el arte? De pronto yo no soy nadie para decirlo (menos cuando me creo arte), pero ya está claro que es más subjetivo que la belleza y el fracaso juntos.