domingo, 16 de octubre de 2011

¡Qué injusticia!

Llegar de la capital a la ciudad de origen siempre da duro, sea cual sea la razón. Ayer a las 10:50 de la mañana, en un acto suicida, despegué de Bogotá sin cinturón de seguridad. Y empezamos mal porque no me dejaron hacer en la ventanilla (pese a haber hecho el check in por la web veinticuatro horas antes). Muerta de la ira, por primera vez me tomé de un solo sorbo el tinto hirviendo que amablemente ofrecen en esos cortos vuelos y mantuve la pantalla prendida en modo Flight Map para ver dónde se caería el avión. ¡Ah! y como cosa rara me enamoré: Santiago: rubio, ojimiel, muy blanco, cachetes rosados. Unos veintidós años menor que yo. Desde las 10:50 hasta que aterrizamos (también sin cinturón) no dejé de escribir sobre la injusticia, porque todo: ¡qué injusticia!

En nuestros días, a la luz de los movimientos que están cuestionando –y derrumbando– el mundo contemporáneo, hablar de justicia, redistribución o reconocimiento no es sólo la cuestión. Podríamos cuestionarnos hasta dónde podemos llegar en la reivindicación de la diferencia, y cómo –en esta medida– mantener el universalismo jurídico, la unidad política, las naciones unidas, los ideales modernos como la libertad, y de qué manera hacer justicia a los principios que demandan polos tan opuestos. 

Pero entremos en materia: somos testigos de una obsesión por la igualdad, y a la vez los movimientos que nacen con el discurso multiculturalista de la postmodernidad reivindican las particularidades que hacen diferentes a los seres humanos; pero no las articulan, por ningún motivo, con todas aquellas similitudes que nos hacen iguales (como un religioso diría: “hijos de Dios”). 

Acaso ¡qué injusticia! no es la expresión que a diario más repetimos. Para empezar, entonces, es importante tener en cuenta que la justicia se reclama en todas las escalas; claramente todos –absolutamente todos– en la vida nos hemos sentido víctimas de alguna injusticia. La injusticia no solo es para unos cuantos ni para los considerados como más vulnerables por carecer de algún tipo de poder (determinado histórica y, por ende, culturalmente). Y que, como ya lo mencioné, la solución a la injusticia no solo es redistributiva sino que tiene que ver también con el reconocimiento. 

¿Pero está claro qué es la justicia y qué hace que una sociedad sea justa? La justicia hace parte de los sistemas morales que la cultura va configurando y en la cual debería apoyarse el sistema de leyes que posibilitan la vida en común. La justicia es una categoría moral de la política. La equidad es un asterisco en la igualdad: es decir, lo justo correspondiente. Entonces, ¿cómo ser justo con todos aquellos grupos –y con cada uno de ellos– que se pretenden únicos y que valen más que los demás?

Y como lo he dicho en múltiples ocasiones, en una que otra conferencia que he dado, se ha construido un discurso que postula que todos no somos iguales, pero merecemos que se nos trate como iguales; no obstante, sentimos que necesitamos que se nos reconozcan nuestras particularidades. ¿Cómo escapar de esta trampa si ya está claro que privilegiar la igualdad para combatir la desigualdad invisibiliza la diferencia? Unos comunes básicos.

En consecuencia, podemos darnos cuenta de que no es fácil hallar puntos comunes puesto que todos los individuos estamos atravesados por múltiples identidades: no solo son 184 países, sino cinco mil grupos étnicos y seiscientos grupos lingüísticos. Y cada grupo cree que su subordinación es la más injusta. A los más no les interesan los menos (no solo por lo que no tengan sino por lo que no son). Y en el mismo piso de una pirámide se reproduce este modelo. Por lo tanto, pareciera una discusión “gangrenosa”, que no se sabe dónde se pueda cortar. Está bien que todos somos diferentes, pero por eso no dejamos de ser seres humanos, merecedores de respeto igual.

La clave está en la tolerancia, en la aceptación: todos somos diferentes pero pertenecemos a un mismo lugar, y por lo tanto no vale la pena crear rupturas ni aislarse. Para mí la solución no está en el multiculturalismo como valor supremo, sino como parte de un pluralismo, que promueve la integración de la diferencia.

Entonces, retomando el vuelo, injusticia fue haber estado en la capital y no haber visto a Andrés Pastrana; injusticia fue haber tenido una cita en un café revolucionario y que mientras él quería dormir conmigo, yo quería dormir con el Ché; injusticia fue haber estado en una premiación en el Club El Nogal –muy a la altura de Mancuso– y no haber ganado nada; injusticia fue haberme dado una buena vida por nueve días y haber regresado a Cali con dos kilos de sobrepeso; injusticia fue no haber podido sentarme en una silla que había escogido veinticuatro horas antes porque una niña especial quería hacerse ahí. ¡Ah! y, entonces, nos cuestionamos moralmente sobre esta última injusticia. Mi teoría es que con relativismos, aunque poco humano suene, no se puede llegar a ningún lado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

¿Y?