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miércoles, 13 de julio de 2016

La locura debería ser declarada un derecho humano

El 20 de julio hace cuatro años me hallaba entre una amplia zona de penumbra y un estrecho núcleo de certeza –como la independencia nacional, incluso 200 años después–, cuando visité por primera vez una clínica psiquiátrica. Justamente ese lunes festivo estaba deprimida y obsesionada con que el beneficio de la caridad era la transformación endógena del beneficio de la duda, y el médico que me atendió en urgencias de mi EPS no supo hacer otra cosa que remitirme al psiquiatra. Ya saben ustedes que lo políticamente correcto versus lo políticamente real es tan dolorosamente frágil como la indiferencia que se esconde entre un sí y un ajá y entre los términos “policlasista” e “inclusivo”.

Entonces, fue así como a las siete de la noche, con la caridad en la cabeza y una edición de la revista Dinero en la cartera llegué a la casa de los locos. Cabe resaltar que como era festivo, no había médicos, solo había locos y los que cuidaban a los locos –dato pertinente para los sucesos que voy a narrar a continuación–, y mientras llegaba alguno a atender mi “urgencia”, me tocó sentarme “por ahí paradita”.

Yo pensaba que los libretos de las películas sobre instituciones psiquiátricas eran inverosímilmente exagerados, hasta que me tocó escribir el mío; y, como decía Borges, “lo sobrenatural si ocurre dos veces, deja de ser aterrador”. Llegué a la hora precisa: la hora de la medicina: comprobé que sí es cierto que los pacientes hacen fila y que les toca abrir la boca después de recibir el medicamento para que la enfermera corrobore que sí se lo tomaron. Supe, también, que no pueden llamar a sus familiares por mucha “mamitis” que les dé (incluso presencié las lágrimas de una adolescente que creo que tenía anorexia, que desesperada pedía un segundo para llamar a su casa). Me di cuenta, igualmente, de que todos están aburridos del aburrimiento (porque allí su vida es esquemáticamente peor que afuera y, además, están vigilados, controlados, inventariados), entre otras cosas que ya he olvidado –seguramente, como mecanismo de defensa.

¡Las casas de reposo no se hicieron para reposar! Yo salí agotada, y eso que estuve apenas un par de horas, viendo como entre ellos mismos se consolaban en su soledad, su ansiedad, su depresión, sus desvaríos, en el letargo que producen ciertos medicamentos. Algunos trataron de acercarse a ponerme conversación, que cuánto tiempo me iba a quedar, que qué tenía, que si ya había estado ahí antes, que esa revista que traía en mi cartera de quién era y que si podía prestárselas porque muchos tenían insomnio y ya no había qué más leer… Yo estaba asustada, lo confieso; me sentía “normal” entre tanto “disfuncional”, y llegó el momento en que quise salir corriendo; dije en recepción que ya no tenía nada, que ya había despejado mis dudas, superado mi depresión y que ya me podía ir. Pero a lugares como este donde estaba (igual que en las cárceles, los internados, los reformatorios…), si uno entra por voluntad propia (que casi nunca pasa) porque se siente un poco diferente al ser humano promedio, ha caído en la trampa de la que solamente alguien –y según un criterio basado en el ser humano promedio– lo puede liberar. Así que me tocó esperar al médico.

Cuando por fin llegó y me hizo pasar a su consultorio, yo me regué en temas de economía (me acababa de leer la revista Dinero) y de derechos humanos (era la última materia que había visto en la universidad) para que no creyera que estaba “loca” como todos aquellos que estaban hospitalizados ahí. Y cuánto más hablaba, más loca parecía. Se podrán imaginar la escena. Cuando dije que la locura debería ser declarada un derecho humano porque no podía atribuírsele un valor diferente a sus percepciones ni a sus ideas cuando ella era un estado voluntario para poner en marcha todos los artificios de la seducción mental, creí que todo se había terminado: que había vendido mi libertad y que la dignidad ya no estaba asociada a mi autodeterminación. Creí que me esperaban filas eternas para recibir un medicamento, noches en vela leyendo una misma historia y compañeros de consuelo incapaces de salvarse a sí mismos.

Pero parece que el psiquiatra me tomó por un genio libre –y creo yo que me condenó a serlo–: solo me recetó unos cuantos miligramos de una pepita que hoy en día me sigo tomando para no llorar tanto y me citó a terapia en “Depresivos Anónimos”, adonde voy gustosamente cada tres meses porque oír las historias de los asistentes y su devoción por un medicamento, así como observar los consejos de los profesionales para que permanezcamos en la “normalidad”, etc., alimentan esa magia que el médico vio en mí, la que ustedes también dicen que tengo y la que yo sé que nunca va a querer someterse a ese sistema de normalidad y a ninguno.