jueves, 20 de junio de 2013

Mi palabra preferida, la acción perfecta


Es cierto que a mis veintisiete años no se me hace muy difícil quitarme la ropa, contrario a la pena tan horrible que sentía cuando me llevaban donde el pediatra, ¡y eso que tenía apenas tres años!


Por ejemplo, estando en el colegio, una vez encerré a mis dos mejores amigos (un niño y una niña) en un cuarto y me les desvestí. ¡Se escandalizaron! Hoy en día no sé cómo hice eso, pero lo recordamos con muchísima gracia. 

Varios años después -estaba en la uni y en mi biografía ya decía "me emborracho y me quito la blusa"- ocurrió algo parecido: mientras bailaba, en una fiesta de casa, me quité la camisa. Mis amigas corrieron conmigo hacia un cuarto no precisamente para vestirme sino para convencerme de que lo hiciera y, sobre todo, de que no lo repitiera. Ellas jamás superarán ese momento, lo sé. Hasta un dibujo a propósito me hicieron.

Luego, internacionalicé mis desvestidas. La siguiente fue en una avenida de Nassau. Íbamos caminando hacia una playa. Éramos un grupo grande dividido en dos. Como los de adelante no querían escucharnos a los de atrás, y mucho menos esperarnos, yo creo que junto con una corriente de viento me llegó el desespero, y al grito que metí lo acompañó el vestido que me quité.

Entonces, es claro que me gusta desvestirme, que me gusta que me vean, que quizás posaría desnuda para la portada de alguna revista famosa o, incluso, que no sea famosa.

También me gusta que me desvistan, prenda a prenda -como ninguno lo ha hecho-, con la curiosidad que provoca una primera vez; y que me disfruten de a pocos -como hasta ahora solo uno lo ha hecho-. ¡Y que después me vistan!

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