sábado, 26 de noviembre de 2011

¡La vida sin clítoris no tiene sentido!

Hace tres años, por esta época, se me ocurrió hacer una marcha… ¡de lo que fuera! Sentía la necesidad de salir a protestar. Ahora, el paso a seguir era buscarse un motivo. Y así fue como se me ocurrió movilizarme en señal de rechazo a la ablación: 

¡La vida sin clítoris no tiene sentido!

Rewind. Hace tres años cuando me fui para Orlando (FL) había algunas tardes en las que de verdad me cansaba muchísimo de observar el funcionamiento estadounidense: cual máquinas todo el mundo obedece a las más de las injusticias sin “chistar”; “¡voltee hamburguesas y no pida más! ¡PUNTO!”. Razón suficiente para acordarme de que existen los Derechos Humanos (aunque he de confesar públicamente –a ver si me quito este peso de encima– que mi profesor admitió que los DDHH no sabe si existan, pero que son una conjetura inevitable) y que la ablación clitórica es una motivación para pelear por que todos en el mundo accedamos a establecer unos mínimos comunes que faciliten la aceptación de las diferencias culturales.

¡Y claro que está prohibida y penalizada (fuertemente) en muchos países! Pero no es fácil; como creen que Occidente tiene la Verdad, luchar contra tal crimen de lesa humanidad, obviamente, no es considerado como algo diferente a un imperialismo cultural.

¡Alto! Creo que omití algo muy importante. ¿Si saben qué es la ablación de clítoris o mutilación genital femenina? (Bueno, pregunto porque habrá algunos brutos que ni saben qué es el clítoris). Es la eliminación del clítoris y hasta más del tejido de los genitales femeninos por razones culturales, religiosas o cualquier otro salvajismo. ¿Y para qué? (Pregunto también porque aquellos que no saben qué es el clítoris pues tampoco sabrán para qué sirve). Para evitar sentir placer sexual y, así, llegar virgen al matrimonio, puesto que, de lo contrario, la mujer sería rechazada –en la actualidad cuántas nos quedaríamos sin marido, ¿no? Y también se hace para impedir la promiscuidad de ella y asegurar que solamente tenga hijos con el esposo.

La ablación es una costumbre extendida en una amplia región de África, y el aumento de la inmigración ha llevado esta práctica a Europa. Muchos estarán diciendo “¡uy!, pero eso es por allá bien lejos. Pero ni tan lejos. Esta brutalidad también se practica en algunas a tribus indígenas que habitan en el suroccidente colombiano.

El caso es que hace tres años ese fue el pretexto que escogí para mi marcha. No obstante, llevar a la tierra del Tío Sam a esa millonada de viejas me salía algo costoso. Muy desinflada, empecé a inventarme justificaciones para no caer en depresión profunda (no por ellas, ¡por mí! No tienen ni idea de lo que es aburrirse en otro país), entre ellas que no era viable hacer ese tipo de manifestaciones en un país como Estados Unidos, allá donde se puede hacer “de su culo un balero” siempre y cuando se siga la represiva norma; y a esa norma le importa un pito el pito y el clítoris… ¡a menos que den plata!

Pero al mismo tiempo pensaba que quizás exageraba y que debía seguir moviendo todas las fichas (ni idea cuáles) para lograr trascender en la historia (y, por qué no, aparecer en los libros de historia), total, los Estados Unidos de América siempre se han creído el Capitán Planeta que salvará al mundo de todos los villanos. No estaría de más, entonces, pensar que gracias a mi movilización lograrían entrar hasta los lugares más recónditos y cortarles el pito por pedacitos a todos los “abladores” intelectuales y materiales.

De haber sido así, de pronto palabras como las siguientes no encabezarían noticias: hoy en día a unas 135 millones de mujeres y niñas en el mundo les han quitado el privilegio de gozar; de pasar de damas en la calle a putas en la cama (si fuera periodista así lo habría escrito yo). Y el problema va más allá del goce, no crean que eso es lo único que me interesa: hay mujeres que mueren desangradas o por infección en las semanas posteriores a la intervención. ¡Ni al caso pensar que hay otra manera de hacer esto fuera de la rudimentaria! ¿Ni al caso pensar que las tradiciones culturales pueden adaptarse a los avances y descubrimientos del siglo veintiuno y modernizar sus barbaries?

Esperando tu amor, y llovía y llovía

Anoche quería hablarles sobre un arete nono que me encontré organizando mi joyero –bueno, no propiamente sobre ese, sino sobre el que perdí hace tres años en Disney–, pero “¡¡llamen a los bomberos, a la Cruz Roja, a las Farc!!” fue lo primero que dije esta mañana cuando me despertaron. Primero, aclaro que pasé una pésima noche, sobre todo porque haciendo pendejadas y nada más que pendejadas me dieron las dos y media, mientras llovía y llovía y solo llovía.

Esta mañana eran un poco más de las siete cuando, ¡trin!, mi hermano me abrió la puerta de mi cuarto para poner un jarillón de periódicos para que no se entrara el agua. Pero ya era muy tarde: fue la última parte a donde entró. Inmediatamente, me levanté y solo alcancé a subir mi mesa de noche a mi cama… ¡y eso porque la cama no la podía subir a la cama!

Por un momento creí que yo era Rose y que estaba en el Titanic. Tanta agua no podía ser cierto en la vida real. Estaba anonadada, ¡y nadada! Un grito de mi papá me aterrizó: “María Clara, ¡que barra le estoy diciendo!”. Y desde ese momento estuve varias horas sin descanso con escoba en mano sacando el agua de donde pudiera, para donde pudiera. Cuanto más barría más agua aparecía. Parecía una lucha inútil: se dejaba de barrer cinco segundos y se perdían cinco minutos de trabajo. Y el agua no bajaba; nada que escampaba; las manos ya estaban ampolladas; mi hermano ya estaba cansado de transportar agua en baldes (y no precisamente para Manizales); y mis papás no daban más. ¡Cuánto eché de menos las botas pantaneras que “estoy comprando” desde que el Ideam nos empezó a amenazar!

La verdad es que no sabía qué hacer. Quise escribirle al Alcalde (¡no sé para qué! Nótese mi amplia experiencia en inundaciones de hogares), pero –como cosa rara en las últimas semanas– el BlackBerry no tenía señal para datos. ¿Y es que qué hace uno en estos casos? ¡Ni el sentido común funciona!¡ ¿No ven que hasta quería llamar a algún embajador para que nos trajera una motobomba?! “¡Que yo le pago!”, le decía a mis papás para que lo llamaran.

Pero bueno, algo habría por hacer. Y para eso creía yo que se aseguraban las casas contra inundaciones. Y ante tanto desconsuelo le pedí a mi papá que llamara a la compañía de seguros para que nos mandaran así fuera al gerente a que ayudara a sacar agua. ¡Pero no! Resulta que el seguro funciona al revés: tienen que esperar a que la casa esté destruida para poder proceder. Y tampoco es, como creía, que si uno se lesiona la espalda o las rodillas o se le daña el blower en uno de estos episodios fantásticos, lo indemnizan.

Sin duda alguna, el más desubicado fue el perro. No creo que entendiera la magnitud de lo que estaba pasando. Seguro sí se le hacía raro que estuviera en la sala cuando siempre está doscientos metros más atrás: en el patio. El pobre no sabía dónde hacerse, y cuando se quedaba quieto alzaba las patas de un lado para no mojarse tanto.

La tragedia –en mi casa– empezó a menguar a eso de las diez de la mañana. De trescientos metros cuadrados inundados no quedaba sino un piso ensopado. En Caracol Radio nos acompañaban en la inundación –al menos eso decían ellos– y, entonces, transmitían todas las odiseas que pasaban en Cali: no muy lejos de mi casa, por ejemplo, el Secretario de Tránsito, dizque en paños menores, estaba sacando a yo no sé quiénes, que se habían quedado atrapados en una corrientosa calle.

Lo que pasa en seis años

 Primerito (2006)

 Segundito (2006)

 Tercerito (2007)

  El cuarto (2007)

Quinto (2008)

And I was like: "Oh! Minnie was next to me!" (Summer 2008)



                Sexto, cuando llegué al semestre que no era el mío (2009)
 7 (2009)

 Octavo (2010)

Cuando era negra y mona, recién llegué de Disney (Fin 2008)

Noveno (2010)

Así como cuando uno casi termina, así! Práctica profesional: FERIVA (2011)

(2011) Cuando uno ya es medio famoso...

jueves, 3 de noviembre de 2011

Una especie de muerte anunciada

No se preocupen que sí voy a hablar de las Elecciones, porque la historia hay que vivirla para poderla contar. Pero por hoy, para ustedes, Una especie de muerte anunciada.

Post en Kien y Ke:
http://www.kienyke.com/komunidad/2011/11/01/una-especie-de-muerte-anunciada/


2007. Fue una especie de muerte anunciada. Otra vez se terminó el mes y de nuevo el mismo nerviosismo de hace dos meses. Una clase de perturbación que en este momento no puedo ni explicar. Sí, otra vez…Y así, cada vez, espero que sea la última vez.

Cuando uno tiene alguna sentencia haciendo eco en la cabeza es imposible pasar un buen día. El “se terminó el mes” no me desamparó ningún segundo. Mientras me bañaba oía decir a Juan Gossaín que otro mes se iba; mientras me vestía, Jota Mario hablaba del mes que empezaba; “se terminó marzo” de mi casa a la universidad, de la universidad a mi casa. 

Era un poco más de las cinco de la tarde. Se demoró en llegar. Sí. Pero finalmente llegó. Se había demorado mucho en venir; tanto, que incluso, con ingenuidad, pensé que hoy no vendría. Pero no fue sino que me asomara por la ventana de la sala para ver que estaba parqueando su carro. Me asusté. No sé porqué, debo admitirlo, si lo estaba esperando. Si cada dos meses, desde hace varios, lo espero. Sin embargo, me espanté; de nuevo: no sé por qué. Se bajó. No lo conocía, jamás lo había visto. Pero era él, estaba segura de que era él. Me amenazaba con esa imagen de “todo poderoso” que traía en su mirada; esa misma que llevaba implícita en el logo de la empresa para la cual trabajaba; esa que lo acompañaba a donde fuera. Era él… y venía a…

No esperé a que timbrara; le abrí. Con un aire desafiante lo miré de pies a cabeza. Llevaba su clásico uniforme. El mismo que llevan todos esos… De manera impecable tenía puesto un overol color pardo con el logo de la empresa en la parte izquierda del pecho y unas botas café oscuro. Sin quitarle la mirada de encima –como quien no quiere perder de vista a su presa– y con un tono retador llamé a mi papá. Él sería el encargado.

- Buenas tardes señor, ¿en qué puedo ayudarlo? –le dijo él como si no supiera a qué venía ese desgraciado. Como si ignorara la desgracia que estaba por suceder. Como si no quisiera ni pretendiera aceptar que en el País de las Maravillas no vive sino Alicia.

- Buenas tardes –respondió muy cordialmente el señor y procedió–: ¿Me permite el recibo de pago de la luz, por favor?

El hombre, un señor acuerpado, de estatura promedio, de pelo negro corto y con cara de “buena gente”, prosiguió a recalcar lo que desde hace dos meses sabíamos: “el recibo no se ha pagado”. Trato de respirar profundo y contar hasta diez (yo sé que eso nunca sirve, pero no pierdo la fe al seguir intentándolo). Pero ya ni sé qué sentir. ¿Rabia con mi papá por no pagar los servicios? ¿Por no poder pagar los servicios? ¿Ira hacia el contratista que no se apiada de una familia con problemas económicos? ¿Furia hacia nuestro Dios creador por hacernos sufrir? ¿Cólera hacia un Estado que, aunque no sea su deber, no le soluciona los problemas de índole económico, social, político y sentimental a los 44 millones de colombianos? La culpa no la tiene ninguno. No es culpa de nadie que una familia se quiebre económicamente. No es culpa de nadie que un contratista tenga que cumplir órdenes.

- Voy a cortarles el servicio de energía

Y después de una maniobra un poco más que sencilla y muy, pero muy corta…

- Les será reconectada cuando cancelen el recibo. Hasta luego, que estén bien

Pensé que se estaba burlando de nosotros. ¿Quién podría estar bien después de que le han cortado la luz? Llegó la noche y con ella no sólo la absoluta oscuridad, sino el aburrimiento y, como si no fuera mucho ya, el insomnio. ¿Cómo hacían antes? ¿No les haría falta la televisión, la radio o, por lo menos, una lamparita para leer? O incluso, sin ir mucho hacia atrás en el tiempo, ¿cómo hacen los que no gozan del privilegio de la energía? –Sí, porque ahora me toca hablar del servicio de luz como un privilegio. Lo sé, son cosas en las que uno nunca piensa.

Sin embargo, no era la primera vez que el carro de las Empresas Municipales se aparecía en esta cuadra; seguramente tampoco sería la última vez que llegaba a muchas cuadras de Cali… a hacer lo mismo: a cortar la luz.

lunes, 24 de octubre de 2011

Esta es La Pava Navia

El único vacío que le gusta es el que se siente cuando el avión despega. María Clara (con tilde) es una comunicadora social que escogió el periodismo como hobby cuando le entregó su vida a la corrección gramatical y de estilo de textos varios y decidió interesarse por la filosofía del derecho en una carrera afanada por volverse analista política. Como si fuera una clase de agüero se pone el arete izquiero primero para empezar el día con pie derecho. Se declara amante de lo pequeño y está convencida de que estrellarse es necesario para la evolución. Sus amigos la describen como la inteligentemente loca que todos quisieran tener en su vida. Incluso dormida piensa en letras y por eso se le ha conferido la gran misión de redactar el intro de cada programa de Ilapso. Confiesa que el mejor regalo que podría recibir es una resma de papel. Llorona como su mamá, !para qué mentir! Y, como si no bastara, perfeccionista a muerte. Aunque es simplemente complicada y de memoria selectiva, es encantadoramente detallista (y no propiamente porque dé regalos) y creyente de que hasta el peor tiene algo de bueno.

domingo, 16 de octubre de 2011

¡Qué injusticia!

Llegar de la capital a la ciudad de origen siempre da duro, sea cual sea la razón. Ayer a las 10:50 de la mañana, en un acto suicida, despegué de Bogotá sin cinturón de seguridad. Y empezamos mal porque no me dejaron hacer en la ventanilla (pese a haber hecho el check in por la web veinticuatro horas antes). Muerta de la ira, por primera vez me tomé de un solo sorbo el tinto hirviendo que amablemente ofrecen en esos cortos vuelos y mantuve la pantalla prendida en modo Flight Map para ver dónde se caería el avión. ¡Ah! y como cosa rara me enamoré: Santiago: rubio, ojimiel, muy blanco, cachetes rosados. Unos veintidós años menor que yo. Desde las 10:50 hasta que aterrizamos (también sin cinturón) no dejé de escribir sobre la injusticia, porque todo: ¡qué injusticia!

En nuestros días, a la luz de los movimientos que están cuestionando –y derrumbando– el mundo contemporáneo, hablar de justicia, redistribución o reconocimiento no es sólo la cuestión. Podríamos cuestionarnos hasta dónde podemos llegar en la reivindicación de la diferencia, y cómo –en esta medida– mantener el universalismo jurídico, la unidad política, las naciones unidas, los ideales modernos como la libertad, y de qué manera hacer justicia a los principios que demandan polos tan opuestos. 

Pero entremos en materia: somos testigos de una obsesión por la igualdad, y a la vez los movimientos que nacen con el discurso multiculturalista de la postmodernidad reivindican las particularidades que hacen diferentes a los seres humanos; pero no las articulan, por ningún motivo, con todas aquellas similitudes que nos hacen iguales (como un religioso diría: “hijos de Dios”). 

Acaso ¡qué injusticia! no es la expresión que a diario más repetimos. Para empezar, entonces, es importante tener en cuenta que la justicia se reclama en todas las escalas; claramente todos –absolutamente todos– en la vida nos hemos sentido víctimas de alguna injusticia. La injusticia no solo es para unos cuantos ni para los considerados como más vulnerables por carecer de algún tipo de poder (determinado histórica y, por ende, culturalmente). Y que, como ya lo mencioné, la solución a la injusticia no solo es redistributiva sino que tiene que ver también con el reconocimiento. 

¿Pero está claro qué es la justicia y qué hace que una sociedad sea justa? La justicia hace parte de los sistemas morales que la cultura va configurando y en la cual debería apoyarse el sistema de leyes que posibilitan la vida en común. La justicia es una categoría moral de la política. La equidad es un asterisco en la igualdad: es decir, lo justo correspondiente. Entonces, ¿cómo ser justo con todos aquellos grupos –y con cada uno de ellos– que se pretenden únicos y que valen más que los demás?

Y como lo he dicho en múltiples ocasiones, en una que otra conferencia que he dado, se ha construido un discurso que postula que todos no somos iguales, pero merecemos que se nos trate como iguales; no obstante, sentimos que necesitamos que se nos reconozcan nuestras particularidades. ¿Cómo escapar de esta trampa si ya está claro que privilegiar la igualdad para combatir la desigualdad invisibiliza la diferencia? Unos comunes básicos.

En consecuencia, podemos darnos cuenta de que no es fácil hallar puntos comunes puesto que todos los individuos estamos atravesados por múltiples identidades: no solo son 184 países, sino cinco mil grupos étnicos y seiscientos grupos lingüísticos. Y cada grupo cree que su subordinación es la más injusta. A los más no les interesan los menos (no solo por lo que no tengan sino por lo que no son). Y en el mismo piso de una pirámide se reproduce este modelo. Por lo tanto, pareciera una discusión “gangrenosa”, que no se sabe dónde se pueda cortar. Está bien que todos somos diferentes, pero por eso no dejamos de ser seres humanos, merecedores de respeto igual.

La clave está en la tolerancia, en la aceptación: todos somos diferentes pero pertenecemos a un mismo lugar, y por lo tanto no vale la pena crear rupturas ni aislarse. Para mí la solución no está en el multiculturalismo como valor supremo, sino como parte de un pluralismo, que promueve la integración de la diferencia.

Entonces, retomando el vuelo, injusticia fue haber estado en la capital y no haber visto a Andrés Pastrana; injusticia fue haber tenido una cita en un café revolucionario y que mientras él quería dormir conmigo, yo quería dormir con el Ché; injusticia fue haber estado en una premiación en el Club El Nogal –muy a la altura de Mancuso– y no haber ganado nada; injusticia fue haberme dado una buena vida por nueve días y haber regresado a Cali con dos kilos de sobrepeso; injusticia fue no haber podido sentarme en una silla que había escogido veinticuatro horas antes porque una niña especial quería hacerse ahí. ¡Ah! y, entonces, nos cuestionamos moralmente sobre esta última injusticia. Mi teoría es que con relativismos, aunque poco humano suene, no se puede llegar a ningún lado.