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jueves, 15 de septiembre de 2016

Un pequeño homenaje a una gran artista que nunca conocí

Hace un par de años que fui a Bogotá para una Semana Santa no me alcanzó el tiempo para ir a una exposición de la pintora y escultora colombiana Ana Mercedes Hoyos, reconocida artista –tan internacional como Botero– que marcó mi primera infancia, cuando llegaba a mi casa la revista Diners. Estoy segura de que a los tres años yo no sabía leer y no creo que en ese entonces me gustaran más las obras de arte que Los Cariñositos; aun así, a una de mis muñecas de trapo preferidas le puse Ana Hoyos: la de gorrito verde y rizos cortos anaranjados, que tenía un vestido de pepas –seguramente también verdes– y una sonrisa que mi mente recuerda como “muy simpática”; una de las primeras muñecas que tuve y que, cuando aún yo estaba en la cuna, era de mi mismo tamaño. 

En diferentes artículos del Banco de la República y de medios dedicados al arte, como el periódico Arteria y la revista Arcadia, leí que el tono de voz de Ana Mercedes era ronco y cortante; que le gustaba hablar por teléfono tanto como exponer; que invitaba a sus amigos a tomar onces en su casa mientras daba lecciones espontáneas sobre otros grandes pintores colombianos como Obregón, a quienes consideraba referentes de su obra; y que esos bríos que la caracterizaban la acompañaron hasta sus últimos días. 

De sus producciones no sé sino que eran carísimas (dicho por ella misma en entrevistas); que sus series, bodegones y esculturas de concreto y bronce fueron y vinieron entre lo figurativo y lo abstracto; que estaban relacionadas simultáneamente con elementos del Pop, del Minimalismo y del Conceptualismo; y que todo lo suyo era la resolución de un problema estético con contenido social: “No es algo bonito, es importante”, expresó Ana Mercedes Hoyos en Arteria, porque a través de su obra trataba de luchar contra la cuasi obligación que tienen los artistas de representar a Colombia a través de la violencia.

Pero muy tarde en mi vida quise conocer a una de las pintoras colombianas más representativas del país durante las últimas décadas, acercarme un poco más a su obra, o por lo menos a su nombre, a ese nombre que le había dado vida a mi muñeca de trapo. 

Cada septiembre, desde hace dos años, se me hace más triste su ausencia al recordar que nunca llegué a su obra, tampoco a esa exposición en Semana Santa, ¡su última exposición! La verdadera Ana Hoyos se murió veintiocho años después de haber nacido yo y nunca supe quién era.