sábado, 16 de abril de 2011

Acertó quien “El Templo del Morbo” le puso a este bar


Kien&Ke

Nota preliminar: Lectores, preparen sus sentidos, los cinco o los seis, los que tengan, para que no se confundan al leerlo, como aparentemente me confundí al escribirlo. A todos: Santé! A ella: ¡Salud Hernández!

Hacía dos meses y una semana no bebía el elixir de tu juventud. Me sentí tentada. Empecé a imaginarte, a recordarte, a anhelarte, a escucharte. En mi delirio me pediste que contara la historia sin nombrar. “Procura seducirme más despacio –te repliqué inmediatamente–. La noche es larga, y sabes que nuestro olvido es eterno”. Pero me insististe; querías que hablara de la historia sin nombrar.

Podría empezar diciendo, entonces, que tengo casi doce semanas de embarazo, cosa que nadie sabía hasta ahora. También podría confesar que van a ser once sábados que no hago el amor (espero que mis papás no lean esto o le atribuirían causas erróneas a mi locura reciente), o atestiguar que “hasta los huesos sólo calan los besos que no has dado, los labios del pecado”,  según Sabina. Pero nada de eso es innombrable. Innombrable es la historia; innombrables son esas sonrisas, aquel brillo en mis ojos y mis palabras sin sentido; innombrables son nuestras vidas cuando estuvieron entrelazadas. Lectores, innombrable es él, su linaje, la cosecha de su nombre, su compleja existencia, sus libertinas musas.

Me rogaste que siguiera, que hiciera el último esfuerzo. Sin embargo, ahora iba a ti medio desnuda como Raquel en aquel burdel. Dubitativa: si me acercaba mucho y decidía contemplarte con la ternura de mis gestos corría el riesgo de acabar con lo que no había comenzado, subiría mucho tu temperatura y ya no tendrías la misma simpatía. A ti había que tomarte de lejos, de un extremo, para conservar tu helor mientras se alimentaba mi ardor.

Pero me interrumpiste. Tú querías que yo hablara, y yo no quería hablar contigo, como siempre. Así que en la misma ausencia de dirección que tiene un delirio, me acerqué a ti deseando que tus alicoradas metáforas recorrieran la línea media que divide mi cuerpo entre lo visible y lo invisible, y que me hicieran arquear de placer hasta que tuviera que suplicarte que embriagaras todos mis recuerdos, que me impregnaras tus aromas frutales, y que me dejaras hacer parte de tu sabor, perfecto equilibrio entre tu acidez y la dulzura de tu otro yo.

Así te quería, así te había querido siempre, sin añejarte, inmutable, indiferente, frío por dentro así tus vestiduras destilaran provocadoras invitaciones y me incitaran a cogerte entre  mis manos, inapropiadamente, y a tomarte de una vez por todas. Ahí estaba, lectores, tan ligero, tan fresco, tan joven, tan transparente que casi podía tocar su alma dorada que brillaba y me reclamaba beberlo hasta el final, una vez más, y una vez más… hasta que confundiera la poesía con la prosa, y en un enajenamiento de múltiples colores Baco me abrazara apasionadamente con la ramas de la vid y, por fin, volviéramos a ser uno hasta el frenesí dionisíaco. Él y yo. Tú y yo. Una mentira que valía la pena. Él tenía mi corazón y yo ahora tendría su reserva.

A ustedes, esta es la historia que llega donde no quería que llegara esta vez. A ti, me dices que de todos me enamoro, que por todos lloro, pero también sabes que –muy Sabina– “me envenenan los besos que voy dando, y [que] cuando duermo sin ti contigo sueño”; sabes que en asfixia y ya sin dueño a ti siempre vuelvo. Te obstinas. Dices que soy de aquellas que van de copa en copa, de boca en boca. Lo pienso, pero no hablo: “Si eso es lo que crees, preséntame a tus amigos, quizás en ellos sí encuentre algún shot de júbilo inmortal”.

No valía la pena indignarme. ¿Ya para qué? Me tenías en tus manos. Es una exquisita imperfección haberte conocido, ni tan arrepentida ni encantada. Ahora tu dulce suavidad emborrachaba mis pensamientos y se apoderaba de mis palabras… sólo quería pedirte que fueras eterno, pero inmortalizado en mi memoria como la estela de una historia sin nombrar.

Lectores, “en la mesa [mil] copas de vino, y a la noche se le fue la mano…”

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