R E L A T O A N E C D Ó T I C O
El primer día de universidad, este sí que será para recordar. Primero, dizque
mis papás me querían llevar. ¡No!, qué boleta, llevando la bebé a la guardería.
Entonces, terminé cogiendo un Papagayo ruta 7, cuyo conductor me aseguró que sí iba para la
Autónoma. ¿¡Y adivinen qué?! Terminé en un potrero, en la m,
cerca de Popayán yo creo, por donde no pasaba ni una mosca, y ni modo de
tirármele a un carro, porque de dónde.
El bus en el que me monté volteó como quien va para Ciudad Jardín y sus
adentros, y ahí fue la primera vez que pensé: “Más adelante hace el retorno”. Pero
siguió y siguió: Javeriana, Icesi, y otra vez dije: “Por aquí, más adelante
hace el retorno”, y nada. Cuando ya estaba extremadamente fuera del perímetro
urbano, y que entendí que definitivamente nunca iba a hacer el retorno, me bajé
de ese hijueputa, histérica y asustadísima (entenderán: sola, un potrero, primer
día de universidad, ya eran casi las ocho de la mañana, hora a la que entraba), y me pasé para
el frente a ver qué me devolvía a la civilización. Sin embargo, ningún bus
me llevaría: por ahí no pasaba nada que bajara hasta la Autónoma. Un alma
caritativa encarnada en un colectivo me arrimó hasta la Icesi y ahí cogí un Coomoepal
que me dejó en la puerta de mi universidad.
Aunque no lo crean, hasta ahí no había llamado a mi mamá; puro
autocontrol cada que se me aguaban los ojos: “Maria, no vas a llorar, no es un
problema muy grave, en últimas no entras y listo. No pasa nada”. Ya cuando me
enruté hacia la U y
vi que eran como las ocho y cuarto y que sería reconocida por “la que llegó
tarde”, no aguanté más: me puse a chillar (llorar es una palabra muy decente
para lo que hice) y llamé a mi mamá, ¡y de paso la acusé de haberme montado en
un bus que me había llevado a un potrero! Era la responsable de que yo me hubiera perdido
(aunque la verdad es que el bus lo había parado yo, ¿no?).
“Mamá, no te vayás a preocupar, no te vayás a azarar, ni me vayás a
hacer escándalo, ni a armar problema, pero no voy a ir a la universidad”, le
dije, aunque ella siempre sostuvo que mis palabras fueron que nunca iba a
volver a la universidad. Ahí más o menos a punta de charla barata intentó
calmarme, ¡pero qué va! Llegué a la universidad con la nariz roja, con la boca
hinchada y con los ojos chiquiticos. Menos mal que no habían abierto el auditorio
donde teníamos la inducción. No obstante, si no fui “la que llegó tarde”, fui
“la que llegó llorando”.