Me acuerdo de la
mañana en la que mataron a Garzón. Hace trece años yo tenía trece años y había
sido una fiel televidente de Quac. Pese a ello, en ese entonces
no me gustaba Andrés Pastrana como me gusta ahora (tampoco me soñaba con él
corriendo entre campos de trigo cogidos de la mano) ni me importaba gran cosa
el Caguán, ni Godofredo Cínico Caspa me hacía reír tanto mientras yo decía una
y otra vez “tenaz” tras cada una de sus conclusiones.
No obstante, como
para muchos, Garzón se convirtió en uno de los mártires de la historia que
recuerdo de mi patria, fuera de la que me he inventado y de la que se están
inventado. Y, entonces, recordé una columna que hice en 2009, cuando me creía
columnista de 340 palabras, o sea, de esas que no alcanzan a decir nada. Coincidencialmente
hoy todo lo escrito en aquel tiempo se volvió relativamente coyuntural.
Por lo tanto, he
aquí aquellas letras:
“Por una causa hay que dar la vida”
“Por una causa hay que dar la vida”, dijo una vez Jaime Garzón con
su personaje Heriberto de la Calle, hablando de lo que había aprendido de Luis
Carlos Galán.
Cuando nunca antes Colombia me
había dolido, me sorprendí diciendo que como periodista me haría matar por mi
país. Pero en una misma semana escuché a varios de mis profesores que reiteraban,
con criterio suficiente, que no valía la pena hacerse matar por nada en este
país. Repito: por nada.
Guillermo Cano, asesinado el 17
de diciembre de 1986; Luis Carlos Galán, asesinado el 18 de agosto de 1989;
Jaime Garzón, asesinado el 13 de agosto de 1999. Y ciertamente muchos más
ciudadanos son los que han muerto por este país, por esta Colombia.
A Cano lo mataron por protestar
contra la corrupción, el narcotráfico y el silencio cómplice. Galán murió con
la esperanza de una política transparente, limpia, y comprometida. Por su
parte, a Garzón lo asesinaron por lo mismo por lo que le pagaban: por decir la
verdad (aunque no sea verdad, eso es lo que quiero seguir creyendo). Los tres
murieron convirtiéndose en mártires de sus ideas; murieron, tal vez, con el
anhelo de que esta Colombia despertara.
¿Y dónde estamos? Ese
importante giro en el planeta parece ser insignificante. ¿Qué ha cambiado? Así
como en el 86, en el 89, y en el 99 el país en el 2009 sigue siendo un caos y
seguimos dejando que nos gobiernen hasta el silencio.
En búsqueda de una nueva
sociedad y de otras garantías, ¿qué tal si la oposición dejara de hacer
oposición para hacer “proposición”? ¿Y por qué no enfrentamos esta cultura de
indiferencia y apatía y hacemos de nuestro paso por este país una obra justa
que sustente nuestros derechos?
Y así, adquirir dignidad para que no nos vuelva a dar vergüenza
gritar que somos colombianos. Y para que, tal vez, en un futuro sí valga la
pena decir –sólo decir– que “por una causa hay que dar la vida” por este país.
Este sábado se
cumplen 23 años del homicidio de Galán, y hace dos semanas mataron a Guillermo
Cano en El
patrón del mal. Quince días atrás lloré la semana entera, la semana
entera. Si bien en 1986 tenía un año recién cumplido, ahora tengo veintiséis,
veintiséis bien puestos para sentir que no se trata solamente de una telenovela
sino que es la representación de una época y, más allá –o acá–, una pesadilla
que viven todavía los periodistas, por revelar absurdas verdades.
Desde aquel
entonces las cosas sí han cambiado: están peores, porque ahora las ideologías
poco importan cuando se detenta el poder; ahora no hay aliados sino
amangualados; y ahora… ¿qué clase de ahora hay? Hoy, en el 2012, me
pregunto de nuevo si por una causa habría que dar la vida.