Lo que les voy a contar debió suceder antes de 2010, porque el estadio del Deportivo Cali aún no estaba listo, y ese día el Coloso había jugado en el Pascual.
Serían más o menos las nueve o
diez de la noche, yo iba en MIO para mi casa, en una ruta troncal que por la
hora iba llegando cada vez más vacía a las estaciones. En una de las paradas
cercanas al estadio se subió un grupo de seis hinchas caleños (por su ropa
supongo que eran hinchas y, además, hinchas que calificamos de malandros; y por
sus cánticos, que venían del estadio). No solo estaban eufóricos porque el Cali
había ganado, sino que se notaba que, aunque fuera un tris, venían drogados o
tomados. Yo estaba sentada, sola, en la última banca del bus, bien lejos de
cualquier otro ser humano, y cuando este grupito se subió, por mucho susto que
me dio, no me cambié de puesto porque no soy de las que discrimina sin antes otorgar
el beneficio de la duda. Los pelados se reían, cantaban, hablaban duro, y yo
ahí, paniqueada, en la mitad de todos, mirando por la ventana.
No tengo ni idea cuándo el fútbol local se transformó en el mismísimo
Coco; no tengo memoria de cuándo 90 minutos en el Pascual Guerrero se
convirtieron en un problema de orden público, de terror entre los habitantes y
de oportunidades para los delincuentes. La misma fiesta que une a todo un país
en el exterior origina en las ciudades uno de los peores caos.
En Cali, por ejemplo, se militarizan las cuadras aledañas al estadio e
incluso algunas estaciones del transporte público masivo (aunque casi siempre
con bachilleres enclenques); los vehículos particulares colapsan las vías
alternas al sector por evadir las posibles peloteras que se generen después del
partido –o durante–; y las instituciones educativas nocturnas 'liberan' a sus
estudiantes mucho antes de que terminen las clases porque no pueden
responsabilizarse por ningún caso hipotético hecho realidad.
Por su parte, los medios de comunicación publican la cantidad de hinchas
detenidos con antecedentes penales, los saldos de las riñas que se arman por el
resultado del partido, los muertos que dejan las peleas entre barristas, los
robos y daños en diferentes puntos de la ciudad; el Gobierno local anuncia
investigaciones, rechaza públicamente los actos vandálicos, desautoriza
próximas celebraciones; los analistas –sociólogos, antropólogos, psicólogos,
entre otros “ólogos”– argumentan que se trata de civiles desarraigados que han encontrado un refugio en las banderas de los
equipos para infundir terror como método de reafirmación social; el resto de la
gente, indignada, publica en sus redes sociales que, caleños o americanos, bogotanos,
paisas, costeños, #TodosSomos hermanos (pero solo por redes).
Así, el hecho de que el equipo local salga victorioso de la jornada,
espanta; pero aterra más que a la semana siguiente le piten falta al mismo
episodio.
El MIO avanzaba por toda la
Calle Quinta hacia el sur; aún faltaba harto para llegar a mi destino casi
final. No sé qué tanta cara de "actúa normal" tuve todo el tiempo que
duró el recorrido estando con los “chachos”, pero me imagino cuál fue la que
puse cuando descolgaron el extintor del bus y lo guardaron en una maleta... y
aunque mi consciencia me repetía “no se quede callada, denuncie”, mi instinto
de conservación me advertía: “Qué boleta donde te chucen por sapa”.
Aquella vez fueron los "gamines" del Cali; fijo, al “otro día”
serían los del América.