viernes, 30 de noviembre de 2018

Otra primera vez

Ese día en la rumba, me había pasado de tragos, y ya estaba en la etapa en la que la gente le dice a uno “NO-TE-AGUANTO-MÁS”; así que como nadie quería prestarme atención, me dio por textear a este man, el protagonista del milagro. Y le escribí, le escribí y le escribí (bien intensa, eso sí) hasta que me llamó, media hora después me recogió y me llevó para su casa. 


Aclaro: el tipo era una persona que me encantaba, me fascinaba, pero a quien solo veía ocasionalmente; de besos no habíamos pasado nunca, aunque esa noche estaba segura de que el tipo, no me iba a hacer el favor, me iba a hacer el milagro, porque veinticuatro años y virgen…, ¡ni que fuera la más fea! Sin embargo, cuando llegamos a su casa puse toda la resistencia del mundo hasta para bajarme del carro –que sí, pero si me bajaba cargada–, también para entrar a la casa ­–que ok, pero si me daba agua con gas; solo con gas–, y obviamente hasta para subir al cuarto: recuerden, estaba ebria y uno se vuelve más terco que de costumbre. 

No obstante, de distracción en distracción, llegué a su cama, detrás de una guitarra que tenía en sus manos, que porque yo quería aprender. Poco a poco, cuando ya no había más distractores que me alejaran de sus besos, la cosa empezó a ponerse seria y él me empezó a quitar el jean. En ese momento, con la sonrisa más cínica que jamás haya podido poner, le dije que perdía su tiempo, ¡porque, total, no iba a pasar nada! Literalmente, nada. ¿Que por qué? Como ni por muy borracha que estuviera el “soy virgen” me salía, entonces empecé a divagar en algo que no estaba lejos de la realidad: “Porque me voy a sentir utilizada, porque sí, ¡y por mil cosas más!”. 

Y fue en ese momento que la cosa se puso dramática: según él, esa era la última vez que nos veíamos –así no nos viéramos casi nunca–, y que no era porque estuviera enamorado de mí –como de manera convencida se lo insinué–, sino que lo hacía por él. Claramente, yo no estaba preparada para protagonizar tal drama esa noche, pero ahí seguíamos: él, su tragedia y yo, que estaba segura de que no iba a pasar nada y aun así lo ayudé a desvestirme. ¡Y a qué no adivinan qué ocurrió! 

¡Qué dolor tan hijo de p&%@! (Quienes sepan de qué hablo, me excusarán por tan bello adjetivo porque lo justificarán completamente). De repente, un “¿tú eres virgen?” (creo que más de sorpresa que de pregunta) rompió con mis quejas; y luego siguió, cautelosamente pero siguió, porque total “eso tenía que pasar algún día”. De soportable, la situación se volvió irremediablemente insufrible, además porque él seguía repitiéndome ‘tiernamente’ que no nos íbamos a volver a ver en la vida. 

“Ahora” quería que me vistiera porque no le gustaba que amaneciera y que él estuviera aún despierto, así que me iba a llevar en ese instante a mi casa. ¿Y yo? ¡A mí qué me importaba! Yo estaba bien ahí, ¿para qué me iba a vestir? Pero él insistió e insistió, hasta que dijo lo que no debió haber dicho nunca en su vida (por lo menos no a mí): “¿Si te regalo una canción, te vistes”? Y resulta no era propiamente una canción, sino que era “Te regalo una canción”, de la agrupación Poligamia. 

Cuando me dio por vestirme empecé a llorar, así como para ambientar la amalgama entre su drama y mi dolor. La verdad es que nunca supe si la canción fue coincidencia o si fue escogida, nunca supe si me la estaba cantando a mí, a la que en ese momento dejaba de existir.