sábado, 20 de agosto de 2016

Del amor y otros demonios en los tiempos de la comunicación digital


¿Ha reflexionado alguna vez sobre cómo se ha creado el deber ser del sujeto en la Nación moderna? ¿En algún momento se ha detenido a pensar cómo los imaginarios compartidos han estado al servicio de la creación de una ideología, cuyo sentido común ha transmutado intangiblemente en valores de Estado?

Y resulta que no se ha dado cuenta de que el imaginario sobre el concepto del amor también está participando en ese proceso de construcción nacional moderno globalizado, caracterizado por la sutil hibridación cuerpo-máquina. Los bits están interviniendo al sujeto con discursos, prácticas, representaciones e imágenes muy estilo de Tinder y de toda iniciativa amorosa mediada que se le parezca (WhatsApp, e-mail, el chat de Facebook, incluidos); la cibercultura es considerada como el nuevo orden mundial, desde donde ahora gobierna el “ojo que todo lo ve”.

Así que si usted reconoce estar influenciado de tal manera que se enamora “if both swipe right” (esa soy yo), y se entusa si cuando pasan de Tinder a WhatsApp, la otra persona no le dice "casémonos" (esa también soy yo), estas tres recomendaciones básicas –analizadas superficialmente desde la cátedra que dicto– le pueden servir.

Para empezar, tiene que entender, así sea a las malas, que los investigadores en ciencias sociales –los mismos que han disertado sobre el deber ser del sujeto globalizado en la Nación moderna– no se han inventado el primer manual de la era digital que garantice las maneras de cortesía que usted está esperando del otro ni que evite las tusas anticipadas. Pero, si de casualidad usted es el otro, es bueno que tenga en cuenta que la dosis de anonimato que le permite una interfaz como las mencionadas no lo avala para ser un hijueputa.

Por otro lado, sea cual fuere su situación sentimental antes de exhibirse en línea, tenga siempre presente que su nuevo match no tiene la culpa de nada; así que –y ponga cuidado, que esto forma parte de las características de ser hijueputa– no actúe como si los huevos se los hubiera comido en algún desayuno. Si su espíritu no está listo, no busque lo que no se le ha perdido; el otro no se merece que usted le diga que lo va a usar un rato y que, además, se desaparezca cuando presienta el estrepitoso ruido de un corazón cuando se rompe.

Por último, no se preocupe si el idilio no duró más de ocho días; las humanidades, basándose en las nuevas esclavitudes voluntarias del sujeto, coinciden en que la tendencia moderna es cambiar constantemente al amor de su vida... por otro match o por otra vida. Y, tranquilícese, allá arriba está el ojo que todo lo ve. Pero eso sí, ponga de su parte: le recomiendo que mantenga los pies sobre la tierra, no idealice al otro; cinco fotos, unos guiños y un par de besos (por escrito) no lo hacen merecedor de representar legalmente los hijos biológicos que usted aún no ha tenido. O sea, cálmese, maneje los tiempos, así no le da tan duro si cuando se conozcan físicamente se da cuenta de que la persona en cuestión usa zapatos de nómada.


viernes, 12 de agosto de 2016

La compasión te libera; lo dice la Biblia (creo)

¿Es necesario crear toda una ideología en el sentido peyorativo de la palabra para justificar lo que yo quiero? Todo apunta a que así es el derecho y su filosofía, mis convicciones y mi formación. Y esto sugiere que ni la justicia es ciega, ni los hombres son buenos por naturaleza.

Por lo tanto, entendemos la norma, la regla, la ley, como un trendig topic: el ciudadano parece que está moldeado por las circunstancias, y todo lo que pasa no pasa por él, por sus acciones, sino a pesar de él. Si lo analizamos de ese modo, seguramente la polarización colombiana que han desencadenado los acuerdos de paz con las Farc o las cartillas del Mineducación que pretenden –según la mitad de la intolerante población– “adoctrinar” a los niños en temas de identidad (y no, mejor, fortalecer sus emociones pensando en la pluralidad) se hace más clara: no entendemos en qué medida el odio es una tendencia que contradice la emoción que nos permitiría reconocer la magnitud e intensidad de los ultrajes para poderlos superar: el perdón, la aceptación. No se nos ocurre ni por las curvas que la justicia siempre estará codificada por esas emociones ni que la crueldad humana es tan solo el resultado de su despojo. Pero entendámonos, no nos demos duro: no hemos sido formados para pensar de otra manera, y tampoco lo estamos haciendo con nuestros hijos.

Bueno, aunque todo tiene una explicación: así es más fácil establecer relaciones de poder y dominación; ya saben, así son las cruzadas: sea cual fuere su causa, buscan reducirnos a despreciables fieras que tienen que domesticarse a las buenas o a las malas y que, además, tienen que recibir como recompensa o castigo lo que les corresponde por definición, no sea que hagan práctica la teoría del caos y que destruyan “la religión verdadera”. ¿O no es así como surge la justicia, por el miedo al desorden; y el odio, como el sustrato que justifica los actos criminales? ¿Con base en ello no se define, singularmente, lo inhumano? Y créanme, los Derechos Humanos no sé si existan como un superlativo, pero son una conjetura inevitable.

Ahora bien, haciendo énfasis en el lugar que tiene las emociones en la formación ciudadana, ¿al menos alguna vez nos hemos preguntado cuál es su importancia en el ejercicio de la ciudadanía? No; creemos de manera categórica que las emociones pertenecen única y exclusivamente a la esfera privada: a la familia, al hogar. Estamos obviando que las leyes van más allá de las relaciones interpersonales, que trascienden a las transpersonales, que cuando usted y yo ya no estemos aquí, ellas seguirán existiendo; no consideramos que la compasión es la emoción que nos vincula con ese mundo tan distinto al propio, ese mundo del perdón que se merecen los victimarios y ese mundo de la aceptación a la que también tienen derecho los que cree que no son iguales a usted; no creemos que sea necesario incorporar la inteligencia emocional en la vida pública, para servir, para lo público. Por el contrario, seguimos inculcando la lógica de una competencia que no supone la comprensión ni la piedad de aquel que sufre.

Entonces, si bien al justificar lo que yo quiero supongo estar dando un cumplimiento racional a la ley natural (en este país, asociada a la ley Divina), ¡oh, sorpresa!, como somos imperfectos (manchados por el pecado original, por culpa de Eva), esa racionalidad puede fallar.

miércoles, 27 de julio de 2016

Un masaje de pies

Un orgasmo dulce y cremoso, para cafeteras como yo, es ideal para pasarla rico en cualquier bar; pero uno múltiple, fragmentado en temblorosos milisegundos es necesario para seguir viviendo. El orgasmo para muchas mujeres sigue siendo un delicioso coctel, pero para otras no es más que la certeza de estar vivas. Ambas estamos en lo cierto.

¿Que si es verdad que tener un orgasmo quita el dolor de cabeza, combate la depresión, disminuye el riesgo de mortalidad, retrasa el envejecimiento, que es más efectivo que el sudoku para oxigenar el cerebro, que fortalece el sistema inmune, que podría ser una alternativa para el ejercicio que a muchas no nos gusta hacer, que nos ayuda a conciliar el sueño porque nos libera del estrés…? No sé, eso es lo que dicen las revistas que, a su vez, concluyen los estudios. Yo solo sé que, así como alguna vez escribí que la vida sin clítoris no tiene sentido, sin orgasmos no vale la pena vivirla: ¡suficientes problemas tenemos todas, como para no disiparlos con un orgasmo diario! Sí, al menos uno diario. ¡Uno! Y para eso, afortunadamente, no hace falta una pareja.

Aún no entiendo por qué a la mayoría de las mujeres les da pena reconocer (incluso a sí mismas; no en una entrevista ni nada por el estilo) que se masturban, que ven porno, que tienen juguetes sexuales periféricos o profundos, como si eso fuera sinónimo del señalamiento machista “falta de sexo”; y peor: ¡no entiendo cómo hay algunas que no lo hacen, que nunca lo han hecho y que quizás jamás lo harán! Y no me refiero a las religiosas (con los votos no me meto); hablo de las solteras, de las casadas, de las divorciadas, de las adolescentes, de las adultas mayores; de todas las mujeres que se niegan este placer sin argumento alguno o basándose en la ética, cuando esta noción lleva consigo la idea de algo más amplio que los intereses estrictamente individuales.  

Para su información, masturbarse no es ilegal y tampoco es pecado: hasta donde sé, ninguna ley de ningún código civil del mundo entero –donde se consagran las normas que regulan las acciones civiles de las personas físicas o jurídicas, privadas o públicas– prohíbe la autosatisfacción sexual y, mucho menos, perderse en x segundos de éxtasis como consecuencia. Ahora bien, el tema bíblico es sujeto de diversas interpretaciones, pero hasta donde llega mi ignorancia, lo que se juzga es el sexo recreativo en pareja, sin fines de procreación, y no el “sexo autónomo”. Así que, según la teoría de la argumentación, lo anterior sugiere que para conseguir un orgasmo todo es legal y nada es pecado: ¡vean porno, recreen mentalmente fantasías, desvistan al novio de su amiga, déjense sorprender por el desconocido de la serie que se están viendo, compren mil aparatos que vibren (con su debido arsenal de pilas), e incluso pídanle a Dios que las haga llegar rápida y memorablemente!


Postscriptum: Sin embargo, después de escribir esta corta apología al orgasmo, tengo que confesar que esa era la única certeza de estar viva, hasta ayer, cuando me hice un masaje de pies

miércoles, 13 de julio de 2016

La locura debería ser declarada un derecho humano

El 20 de julio hace cuatro años me hallaba entre una amplia zona de penumbra y un estrecho núcleo de certeza –como la independencia nacional, incluso 200 años después–, cuando visité por primera vez una clínica psiquiátrica. Justamente ese lunes festivo estaba deprimida y obsesionada con que el beneficio de la caridad era la transformación endógena del beneficio de la duda, y el médico que me atendió en urgencias de mi EPS no supo hacer otra cosa que remitirme al psiquiatra. Ya saben ustedes que lo políticamente correcto versus lo políticamente real es tan dolorosamente frágil como la indiferencia que se esconde entre un sí y un ajá y entre los términos “policlasista” e “inclusivo”.

Entonces, fue así como a las siete de la noche, con la caridad en la cabeza y una edición de la revista Dinero en la cartera llegué a la casa de los locos. Cabe resaltar que como era festivo, no había médicos, solo había locos y los que cuidaban a los locos –dato pertinente para los sucesos que voy a narrar a continuación–, y mientras llegaba alguno a atender mi “urgencia”, me tocó sentarme “por ahí paradita”.

Yo pensaba que los libretos de las películas sobre instituciones psiquiátricas eran inverosímilmente exagerados, hasta que me tocó escribir el mío; y, como decía Borges, “lo sobrenatural si ocurre dos veces, deja de ser aterrador”. Llegué a la hora precisa: la hora de la medicina: comprobé que sí es cierto que los pacientes hacen fila y que les toca abrir la boca después de recibir el medicamento para que la enfermera corrobore que sí se lo tomaron. Supe, también, que no pueden llamar a sus familiares por mucha “mamitis” que les dé (incluso presencié las lágrimas de una adolescente que creo que tenía anorexia, que desesperada pedía un segundo para llamar a su casa). Me di cuenta, igualmente, de que todos están aburridos del aburrimiento (porque allí su vida es esquemáticamente peor que afuera y, además, están vigilados, controlados, inventariados), entre otras cosas que ya he olvidado –seguramente, como mecanismo de defensa.

¡Las casas de reposo no se hicieron para reposar! Yo salí agotada, y eso que estuve apenas un par de horas, viendo como entre ellos mismos se consolaban en su soledad, su ansiedad, su depresión, sus desvaríos, en el letargo que producen ciertos medicamentos. Algunos trataron de acercarse a ponerme conversación, que cuánto tiempo me iba a quedar, que qué tenía, que si ya había estado ahí antes, que esa revista que traía en mi cartera de quién era y que si podía prestárselas porque muchos tenían insomnio y ya no había qué más leer… Yo estaba asustada, lo confieso; me sentía “normal” entre tanto “disfuncional”, y llegó el momento en que quise salir corriendo; dije en recepción que ya no tenía nada, que ya había despejado mis dudas, superado mi depresión y que ya me podía ir. Pero a lugares como este donde estaba (igual que en las cárceles, los internados, los reformatorios…), si uno entra por voluntad propia (que casi nunca pasa) porque se siente un poco diferente al ser humano promedio, ha caído en la trampa de la que solamente alguien –y según un criterio basado en el ser humano promedio– lo puede liberar. Así que me tocó esperar al médico.

Cuando por fin llegó y me hizo pasar a su consultorio, yo me regué en temas de economía (me acababa de leer la revista Dinero) y de derechos humanos (era la última materia que había visto en la universidad) para que no creyera que estaba “loca” como todos aquellos que estaban hospitalizados ahí. Y cuánto más hablaba, más loca parecía. Se podrán imaginar la escena. Cuando dije que la locura debería ser declarada un derecho humano porque no podía atribuírsele un valor diferente a sus percepciones ni a sus ideas cuando ella era un estado voluntario para poner en marcha todos los artificios de la seducción mental, creí que todo se había terminado: que había vendido mi libertad y que la dignidad ya no estaba asociada a mi autodeterminación. Creí que me esperaban filas eternas para recibir un medicamento, noches en vela leyendo una misma historia y compañeros de consuelo incapaces de salvarse a sí mismos.

Pero parece que el psiquiatra me tomó por un genio libre –y creo yo que me condenó a serlo–: solo me recetó unos cuantos miligramos de una pepita que hoy en día me sigo tomando para no llorar tanto y me citó a terapia en “Depresivos Anónimos”, adonde voy gustosamente cada tres meses porque oír las historias de los asistentes y su devoción por un medicamento, así como observar los consejos de los profesionales para que permanezcamos en la “normalidad”, etc., alimentan esa magia que el médico vio en mí, la que ustedes también dicen que tengo y la que yo sé que nunca va a querer someterse a ese sistema de normalidad y a ninguno.

viernes, 4 de marzo de 2016

Carta abierta a mi primer amor; en destrucción

Hoy me encontré con tus cartas y las volví a leer como cuando las tuve en mis manos por primera vez. Una triste sensación invadió mi pecho y lloré, lloré como hace meses no lo hacía; te recordé, te recordé como hace meses no lo hacía.
No sé por dónde empezar; solo sé adónde no quiero volver. Sin embargo, nada de eso impide que te extrañe y que te siga amando con cada gota de sangre que derramé por ti, contigo y sin ti.

sábado, 2 de enero de 2016

Casi me ahogo con la primera uva del 2016

Seguramente fueron doce las uvas que nos comimos antenoche a medianoche, o trece con la ñapa, como suelo hacer yo (que ni siquiera como uvas, porque no me gustan, sino que me bajo la copa de champaña en doce sorbos, o en trece con la ñapa). Un pedazo de viñedo por cada deseo para el nuevo año, porque las convenciones nos sirven para volver a empezar, ¿no? Y eso es lo que hacemos año tras año a las 00:00 los 31 de diciembre -que en realidad son 1 de enero-.
Es así como creemos firmemente que la vida se nos arregla en doce uvas; y las de malas en el amor* tenemos "econtrar al casable" encabezando esa lista. Todas buscamos al papá de nuestros hijos
-cuando lo buscamos, pues; y lo aclaro para que las feministas no me caigan encima, porque me estripan-. 
Un man casable es una especie aparentemente perfecta: si a usted le gustan altos, altos; si le gustan rubios, rubios; si le gustan trigueños y ojiclaros, pues así; y sino, bajitos, pelioscuros... Y, obviamente, a eso súmele lo más importante: suaves y tiernos, o bruscos y patanes, como los prefiera; y, finalmente, como con dos carreras, un trabajo una chimba... pueden ser comisionistas de bolsa, médicos especialistas con maestría en literatura, ingenieros de cualquier cosa, editores de una revista, miembros de la Real Academia de la Lengua... como le atraigan.
Sin embargo, cuando aparezcan tenemos que asustarnos, y sugiero escapar inmediatamente, porque son de aquellos que nos harán perder tiempo e ilusiones diciéndonos que nos quieren conocer, cuando hay un 99 % de posibilidades de que dos días después nos salgan con que ya están en plan cita con alguien más; que les gustamos mucho pero que somos muy especiales para hacernos daño (ni idea por qué putas los casables siempre piensan en un final cuando ni siquiera se ha comenzado); que nos han pensando todo el día, pero qué casualidad que la telepatía no esté funcionando; que nos extrañan, y ni siquiera hay planes para vernos... y en fin.
Así que, ¡oh, sorpresa!, cuán mft estamos al poner al casable de primero en la lista de las doces uvas que nos cambiarán la vida. Los casables son un fraude, una falacia, un cuento, un espejismo, una mentira, una definición de Ambrose Pierce: ácida, o como dice mi mamá: "Una gonorrea".
Pongámoslos a perder tiempo a ellos, somos nosotras las que tenemos que ser las mamás de los hijos de ellos, no joda; y así dejamos de ahogarnos desde la primera uva.
* O nadie nos cae, o de verdad a todos los espantamos, como me asegura mi psiquiatra.