Hoy
por hoy, sin duda, el mundo está cambiando; sin embargo –y quizás sea osado lo
que diré a continuación–, a un precio bastante hipócrita, que ha dejado guerras,
luchas y mucha sangre. Podríamos empezar diciendo que se jacta de haber abierto
su mente, de haber aceptado que todos somos diferentes. No obstante, todos
sabemos que sigue operando un modelo aplastante y que quienes detentan el poder
les interesa mantener esa hegemonía que está de su parte.
Hay
que tener en cuenta que cuanta más gente haya, más problemas, más
desigualdades, más injusticias habrá. Podríamos decir, pues, que la utopía
estaría en extinguir casi la totalidad de la población, controlar excesivamente
la natalidad y preservar la homogeneidad. Pero no sería sensato. La realidad es
la que hoy estamos viviendo y sobre ella hay que reflexionar.
En
nuestros días, a la luz de los movimientos que están cuestionando –y
derrumbando– el mundo contemporáneo, hablar de justicia, redistribución o
reconocimiento no es sólo la cuestión. Podríamos cuestionarnos hasta dónde
podemos llegar en la reivindicación de la diferencia, y cómo –en esta medida– mantener
el universalismo jurídico, la unidad política, las naciones unidas, los ideales
modernos como la libertad, y de qué manera hacer justicia a los principios que
demandan polos tan opuestos.
Por
lo pronto, como autora de este escrito, sé que la respuesta no está en la
redistribución como única solución (cuando la solución es la redistribución,
tal como lo sugiere Fraser en De la redistribución al reconocimiento),
pero tampoco en un reconocimiento a secas (cuando la solución, según la misma
autora, es el reconocimiento).
Entremos
en materia: somos testigos de una obsesión por la igualdad, y a la vez los
movimientos que nacen con el discurso multiculturalista de la postmodernidad
reivindican las particularidades que hacen diferentes a los seres humanos; pero
no las articulan, por ningún motivo, con todas aquellas similitudes que nos
hacen iguales (como un religioso diría: “hijos de Dios”).
Por
lo tanto, y retomando lo que sustenta Sartori, a mi parecer estamos
retrocediendo frente a la tolerancia que habíamos alcanzado. Los “diferentes”,
como víctimas, piden que se acepte la diferencia y discriminan la igualdad, y
en esa medida condenan que la igualdad, como victimaria, quiera atenuar
aquellas particularidades.
¡Qué
injusticia! es la expresión que a diario más repetimos. Para empezar, entonces,
es importante tener en cuenta que la justicia se reclama en todas las escalas; claramente
todos –absolutamente todos– en la vida nos hemos sentido víctimas de alguna
injusticia. La injusticia no solo es para unos cuantos ni para los considerados
como más vulnerables por carecer de algún tipo de poder (determinado histórica
y, por ende, culturalmente). Y que, como ya lo mencioné, la solución a la
injusticia no solo es redistributiva sino que tiene que ver también con el
reconocimiento e incluso con el respeto.
¿Pero
qué es la justicia y qué hace que una sociedad sea justa? La justicia hace
parte de los sistemas morales que la cultura va configurando y en la cual
debería apoyarse el sistema de leyes que posibilitan la vida en común. La
justicia es una categoría moral de la política, que introduce la igualdad. Y en
este caso la equidad es un asterisco en la igualdad: es decir, lo justo
correspondiente.
Para
Kant, está la exigencia de que la política se sometiera al derecho y este a la
moral: por encima del derecho positivo está la moralidad política, el punto de
vista moral que orienta el sistema jurídico y político. Por su parte, Aristóteles
concluye que la justicia es una virtud social, en justicia se aplica el
principio de igualdad, es el argumento de cohesión y la armonía de la vida en
sociedad. Es evidente que la justicia trata de resolver problemas que ha traído
la civilización, entonces –y por último–, para Rawls es claro que con ella se
llega a solucionar problemas de la vida social.
De
acuerdo con lo anterior, ¿cómo ser justo? Podríamos insinuar que “a cada quién
según lo que la ley le atribuye” (Nozick), o “a cada cual según su capacidad, a
cada cual según su necesidad” (Marx), o mejor –digo yo– “a cada quien según su
mérito”, puesto que tratar a todos por igual, equivale a ser injusto. O qué tal
como diría Rawls: estar todos en el mismo punto de partida, con las mismas
condiciones, las mismas oportunidades, el mismo acceso, para que todas aquellas
injusticias –producto de una herencia de la historia y el azar, hoy por hoy
reafirmadas por la cultura– dejen de llevarse el protagonismo.
¿Cómo
ser justos con cada grupo, con cada cultura –como ellos se denominan? Como
Rawls, en este caso, pienso que debe haber unos mínimos que han de respetarse, y
sobre los cuales la justicia pueda basarse; unos mínimos que converjan en un
“acepto” pese a las diferencias. Claro está que no al estilo del liberalismo
porque esa es una tolerancia disfrazada. Entonces, en este punto la reflexión
da un giro: ¿cómo una sociedad habitada por una multitud de concepciones de
vida buena puede encontrar un punto común? ¿Cómo se podría encontrar una teoría
de la justicia si entre esos grupos que reivindican sus particularidades no hay
acuerdos, y cómo coincidir en lo que es moralmente correcto si no hay consenso
sino un profundo disenso?
Como
ya se ha dicho en múltiples ocasiones, se ha construido un discurso que postula que todos no somos iguales, pero
merecemos que se nos trate como iguales; no obstante, sentimos que necesitamos
que se nos reconozcan nuestras particularidades. ¿Cómo escapar de esta trampa
si ya está claro que privilegiar la igualdad para combatir la desigualdad
invisibiliza la diferencia?
La
redistribución. Algunos creen que si todos tuviéramos lo mismo, no habría
desigualdades, no habría injusticias. Pero no es cierto, porque en alguna
escala de esa igualdad se producirá una desigualdad, una injusticia. Esto para
decir que las injusticias no son únicamente económicas y que las soluciones no
se tranzan simplemente con la redistribución de cosas materiales.
Como
dice Honneth, el hombre no solo pelea por tierra, agua, pan. Es reduccionista
esta visión. Hay un conflicto social y no necesariamente por un bien material:
todo conflicto es un conflicto de reconocimiento. Es decir que para ser sujeto,
para configurarse como tal, debe ser reconocido, en relación con los otros. El
ser humano tiene una necesidad de reconocimiento; no somos (existimos) sino en
sociedad –hace parte de nuestro sino. Por lo esto, pues, ¿se trata de ser
iguales y que, a la vez, cada quien tenga (y no solo material) lo que le
corresponde? Si cuanto más se reivindica una diferencia más se excluye la
igualdad, entonces, ¿qué clase de inclusión se pretende reivindicar? ¿A quién
se le atribuye la injusticia? Se tilda como un resultado cultural, pero se
dejan de lado las particularidades históricas que la caracterizan.
¿Acaso
el multiculturalismo es algo nuevo? Yo diría que el término está de moda,
porque realmente diferentes siempre hemos sido. En la reivindicación de esa diferencia
se olvidan que están defendiendo la diversidad y se enfrascan en la “cultura” propia,
de lo propio, de lo único que nadie más tiene, se niega el pluralismo y se contribuye
a que prevalezca la separación y la desintegración, creando así cada vez más
diversos grupos, aislados entre sí, cada uno con unos propios fines y estilos
de vida
Ese
mismo multiculuralismo introduce o refuerza la invisibilización (un aspecto de
la injusticia): él reclama reconocimiento, un reconocimiento diferente del que sus
“culturas” han hecho acreedoras. Lo cual choca con ese deseo hegemónico de que
así se mantenga el sistema porque así funciona, y la estructura tal como está
es indispensable para que todas sus partes funcionen.
Para
finalizar, en consecuencia, podemos darnos cuenta de que no es fácil hallar
puntos comunes puesto que todos los individuos estamos atravesados por
múltiples identidades: no solo son 184 países, sino cinco mil grupos étnicos y
seiscientos grupos lingüísticos. Y cada grupo cree que su subordinación es la más
injusta. A los más no les interesan los menos (no solo por lo que no tengan
sino por lo que no son). Y en el mismo piso de una pirámide se reproduce este
modelo. Por lo tanto, pareciera una discusión “gangrenosa”, que no se sabe
dónde se pueda cortar. Está bien que todos somos diferentes, pero por eso no
dejamos de ser seres humanos, merecedores de respeto igual.
Hoy
por hoy somos aproximadamente siete mil millones de habitantes en la Tierra, y
es como si quisiéramos acomodar a veinte micos para una foto. ¿Cómo poner de
acuerdo a los siete mil millones? La respuesta puede estar en el derecho. ¿Pero
qué pasa cuando creemos que la ley no es para todos sino para unos “pocos”,
porque aplicarla de igual forma –obviando las diferencias– equivaldría a ser moralmente
injusta?
La
actualización del sistema jurídico debe ir de la mano con un cambio de
mentalidad, porque si no se produciría más odio entre esos que se llaman
diferentes. Y para concluir, repito que es una discusión de nunca acabar. Pero
para mí la clave está en la tolerancia, en la aceptación: todos somos
diferentes pero pertenecemos a un mismo lugar, y por lo tanto no vale la pena
crear rupturas ni aislarse. Para mí la solución no está en el multiculturalismo
como valor supremo, sino como parte de un pluralismo, que promueve la integración
de la diferencia. Tal como lo indica Sartori.
María Clara
Navia Saavedra
Comunicación
Social – Periodismo,
Filosofía
Política como opción de grado