miércoles, 27 de julio de 2016

Un masaje de pies

Un orgasmo dulce y cremoso, para cafeteras como yo, es ideal para pasarla rico en cualquier bar; pero uno múltiple, fragmentado en temblorosos milisegundos es necesario para seguir viviendo. El orgasmo para muchas mujeres sigue siendo un delicioso coctel, pero para otras no es más que la certeza de estar vivas. Ambas estamos en lo cierto.

¿Que si es verdad que tener un orgasmo quita el dolor de cabeza, combate la depresión, disminuye el riesgo de mortalidad, retrasa el envejecimiento, que es más efectivo que el sudoku para oxigenar el cerebro, que fortalece el sistema inmune, que podría ser una alternativa para el ejercicio que a muchas no nos gusta hacer, que nos ayuda a conciliar el sueño porque nos libera del estrés…? No sé, eso es lo que dicen las revistas que, a su vez, concluyen los estudios. Yo solo sé que, así como alguna vez escribí que la vida sin clítoris no tiene sentido, sin orgasmos no vale la pena vivirla: ¡suficientes problemas tenemos todas, como para no disiparlos con un orgasmo diario! Sí, al menos uno diario. ¡Uno! Y para eso, afortunadamente, no hace falta una pareja.

Aún no entiendo por qué a la mayoría de las mujeres les da pena reconocer (incluso a sí mismas; no en una entrevista ni nada por el estilo) que se masturban, que ven porno, que tienen juguetes sexuales periféricos o profundos, como si eso fuera sinónimo del señalamiento machista “falta de sexo”; y peor: ¡no entiendo cómo hay algunas que no lo hacen, que nunca lo han hecho y que quizás jamás lo harán! Y no me refiero a las religiosas (con los votos no me meto); hablo de las solteras, de las casadas, de las divorciadas, de las adolescentes, de las adultas mayores; de todas las mujeres que se niegan este placer sin argumento alguno o basándose en la ética, cuando esta noción lleva consigo la idea de algo más amplio que los intereses estrictamente individuales.  

Para su información, masturbarse no es ilegal y tampoco es pecado: hasta donde sé, ninguna ley de ningún código civil del mundo entero –donde se consagran las normas que regulan las acciones civiles de las personas físicas o jurídicas, privadas o públicas– prohíbe la autosatisfacción sexual y, mucho menos, perderse en x segundos de éxtasis como consecuencia. Ahora bien, el tema bíblico es sujeto de diversas interpretaciones, pero hasta donde llega mi ignorancia, lo que se juzga es el sexo recreativo en pareja, sin fines de procreación, y no el “sexo autónomo”. Así que, según la teoría de la argumentación, lo anterior sugiere que para conseguir un orgasmo todo es legal y nada es pecado: ¡vean porno, recreen mentalmente fantasías, desvistan al novio de su amiga, déjense sorprender por el desconocido de la serie que se están viendo, compren mil aparatos que vibren (con su debido arsenal de pilas), e incluso pídanle a Dios que las haga llegar rápida y memorablemente!


Postscriptum: Sin embargo, después de escribir esta corta apología al orgasmo, tengo que confesar que esa era la única certeza de estar viva, hasta ayer, cuando me hice un masaje de pies

miércoles, 13 de julio de 2016

La locura debería ser declarada un derecho humano

El 20 de julio hace cuatro años me hallaba entre una amplia zona de penumbra y un estrecho núcleo de certeza –como la independencia nacional, incluso 200 años después–, cuando visité por primera vez una clínica psiquiátrica. Justamente ese lunes festivo estaba deprimida y obsesionada con que el beneficio de la caridad era la transformación endógena del beneficio de la duda, y el médico que me atendió en urgencias de mi EPS no supo hacer otra cosa que remitirme al psiquiatra. Ya saben ustedes que lo políticamente correcto versus lo políticamente real es tan dolorosamente frágil como la indiferencia que se esconde entre un sí y un ajá y entre los términos “policlasista” e “inclusivo”.

Entonces, fue así como a las siete de la noche, con la caridad en la cabeza y una edición de la revista Dinero en la cartera llegué a la casa de los locos. Cabe resaltar que como era festivo, no había médicos, solo había locos y los que cuidaban a los locos –dato pertinente para los sucesos que voy a narrar a continuación–, y mientras llegaba alguno a atender mi “urgencia”, me tocó sentarme “por ahí paradita”.

Yo pensaba que los libretos de las películas sobre instituciones psiquiátricas eran inverosímilmente exagerados, hasta que me tocó escribir el mío; y, como decía Borges, “lo sobrenatural si ocurre dos veces, deja de ser aterrador”. Llegué a la hora precisa: la hora de la medicina: comprobé que sí es cierto que los pacientes hacen fila y que les toca abrir la boca después de recibir el medicamento para que la enfermera corrobore que sí se lo tomaron. Supe, también, que no pueden llamar a sus familiares por mucha “mamitis” que les dé (incluso presencié las lágrimas de una adolescente que creo que tenía anorexia, que desesperada pedía un segundo para llamar a su casa). Me di cuenta, igualmente, de que todos están aburridos del aburrimiento (porque allí su vida es esquemáticamente peor que afuera y, además, están vigilados, controlados, inventariados), entre otras cosas que ya he olvidado –seguramente, como mecanismo de defensa.

¡Las casas de reposo no se hicieron para reposar! Yo salí agotada, y eso que estuve apenas un par de horas, viendo como entre ellos mismos se consolaban en su soledad, su ansiedad, su depresión, sus desvaríos, en el letargo que producen ciertos medicamentos. Algunos trataron de acercarse a ponerme conversación, que cuánto tiempo me iba a quedar, que qué tenía, que si ya había estado ahí antes, que esa revista que traía en mi cartera de quién era y que si podía prestárselas porque muchos tenían insomnio y ya no había qué más leer… Yo estaba asustada, lo confieso; me sentía “normal” entre tanto “disfuncional”, y llegó el momento en que quise salir corriendo; dije en recepción que ya no tenía nada, que ya había despejado mis dudas, superado mi depresión y que ya me podía ir. Pero a lugares como este donde estaba (igual que en las cárceles, los internados, los reformatorios…), si uno entra por voluntad propia (que casi nunca pasa) porque se siente un poco diferente al ser humano promedio, ha caído en la trampa de la que solamente alguien –y según un criterio basado en el ser humano promedio– lo puede liberar. Así que me tocó esperar al médico.

Cuando por fin llegó y me hizo pasar a su consultorio, yo me regué en temas de economía (me acababa de leer la revista Dinero) y de derechos humanos (era la última materia que había visto en la universidad) para que no creyera que estaba “loca” como todos aquellos que estaban hospitalizados ahí. Y cuánto más hablaba, más loca parecía. Se podrán imaginar la escena. Cuando dije que la locura debería ser declarada un derecho humano porque no podía atribuírsele un valor diferente a sus percepciones ni a sus ideas cuando ella era un estado voluntario para poner en marcha todos los artificios de la seducción mental, creí que todo se había terminado: que había vendido mi libertad y que la dignidad ya no estaba asociada a mi autodeterminación. Creí que me esperaban filas eternas para recibir un medicamento, noches en vela leyendo una misma historia y compañeros de consuelo incapaces de salvarse a sí mismos.

Pero parece que el psiquiatra me tomó por un genio libre –y creo yo que me condenó a serlo–: solo me recetó unos cuantos miligramos de una pepita que hoy en día me sigo tomando para no llorar tanto y me citó a terapia en “Depresivos Anónimos”, adonde voy gustosamente cada tres meses porque oír las historias de los asistentes y su devoción por un medicamento, así como observar los consejos de los profesionales para que permanezcamos en la “normalidad”, etc., alimentan esa magia que el médico vio en mí, la que ustedes también dicen que tengo y la que yo sé que nunca va a querer someterse a ese sistema de normalidad y a ninguno.

viernes, 4 de marzo de 2016

Carta abierta a mi primer amor; en destrucción

Hoy me encontré con tus cartas y las volví a leer como cuando las tuve en mis manos por primera vez. Una triste sensación invadió mi pecho y lloré, lloré como hace meses no lo hacía; te recordé, te recordé como hace meses no lo hacía.
No sé por dónde empezar; solo sé adónde no quiero volver. Sin embargo, nada de eso impide que te extrañe y que te siga amando con cada gota de sangre que derramé por ti, contigo y sin ti.

sábado, 2 de enero de 2016

Casi me ahogo con la primera uva del 2016

Seguramente fueron doce las uvas que nos comimos antenoche a medianoche, o trece con la ñapa, como suelo hacer yo (que ni siquiera como uvas, porque no me gustan, sino que me bajo la copa de champaña en doce sorbos, o en trece con la ñapa). Un pedazo de viñedo por cada deseo para el nuevo año, porque las convenciones nos sirven para volver a empezar, ¿no? Y eso es lo que hacemos año tras año a las 00:00 los 31 de diciembre -que en realidad son 1 de enero-.
Es así como creemos firmemente que la vida se nos arregla en doce uvas; y las de malas en el amor* tenemos "econtrar al casable" encabezando esa lista. Todas buscamos al papá de nuestros hijos
-cuando lo buscamos, pues; y lo aclaro para que las feministas no me caigan encima, porque me estripan-. 
Un man casable es una especie aparentemente perfecta: si a usted le gustan altos, altos; si le gustan rubios, rubios; si le gustan trigueños y ojiclaros, pues así; y sino, bajitos, pelioscuros... Y, obviamente, a eso súmele lo más importante: suaves y tiernos, o bruscos y patanes, como los prefiera; y, finalmente, como con dos carreras, un trabajo una chimba... pueden ser comisionistas de bolsa, médicos especialistas con maestría en literatura, ingenieros de cualquier cosa, editores de una revista, miembros de la Real Academia de la Lengua... como le atraigan.
Sin embargo, cuando aparezcan tenemos que asustarnos, y sugiero escapar inmediatamente, porque son de aquellos que nos harán perder tiempo e ilusiones diciéndonos que nos quieren conocer, cuando hay un 99 % de posibilidades de que dos días después nos salgan con que ya están en plan cita con alguien más; que les gustamos mucho pero que somos muy especiales para hacernos daño (ni idea por qué putas los casables siempre piensan en un final cuando ni siquiera se ha comenzado); que nos han pensando todo el día, pero qué casualidad que la telepatía no esté funcionando; que nos extrañan, y ni siquiera hay planes para vernos... y en fin.
Así que, ¡oh, sorpresa!, cuán mft estamos al poner al casable de primero en la lista de las doces uvas que nos cambiarán la vida. Los casables son un fraude, una falacia, un cuento, un espejismo, una mentira, una definición de Ambrose Pierce: ácida, o como dice mi mamá: "Una gonorrea".
Pongámoslos a perder tiempo a ellos, somos nosotras las que tenemos que ser las mamás de los hijos de ellos, no joda; y así dejamos de ahogarnos desde la primera uva.
* O nadie nos cae, o de verdad a todos los espantamos, como me asegura mi psiquiatra.

jueves, 26 de noviembre de 2015

2012: mi regalo de grado. By Lilo Ceballos

Como todos saben, nunca me olvidaré de mi primer día de universidad; entonces, es el momento de aclarar que mucho menos de los seis años siguientes: seis años en los que fuera de devorar el conocimiento…

…nunca fui capaz de no ponerme roja cuando hablaba en público, ni siquiera cuando alzaba la mano –única y exclusivamente– para sabotear lo que estuviera diciendo el profesor; porque, cabe resaltar, que las cosas serias de la clase no se las susurraba sino al de al lado. También me enamoré cada hora y media y jamás me peiné (ni siquiera cuando una máxima autoridad me dijo: "El problema suyo es el peinado"). 


Fueron seis años en los que alcancé a ir un millón de veces a Ecuador a reflexionar seis meses, nunca tuve el novio periquero que siempre le pedí a la Divina Providencia (es decir, que tuviera pájaros periquitos) y tampoco supe cómo ni por qué mis amigos me creyeron todos los cuentos que alguna vez dije ni de qué manera ganaron los exámenes cuyas sesiones de estudio me ponían a dirigir, mientras yo pasaba todas las páginas diciendo: "Eso no lo van a preguntar". 


Seis años después…


Gracias a Dios, que me hizo muy loca, y a quienes creyeron que soy excelente estudiante, persona, amiga y compañera… y se sentaron a mi lado (o frente a mí) años enteros a reírse conmigo durante horas seguidas. Pero, sobre todo, gracias a los que me dieron el privilegio de ir a la universidad, momento único e inolvidable como todas las fiestas con nombres extraños que en seis años hice. 



María Clara 


viernes, 20 de noviembre de 2015

¿Nació con vocación de minoría perpetua?

¿Apoya la legalización de las drogas y cree en la futilidad de la guerra contra ellas? ¿Le parece que su erradicación es un sueño utópico porque el consumo es propio de todas las sociedades? ¿Es de los que piensa que probarlas es un rito de transición hacia la adultez; que el drogadicto no es un delincuente sino un enfermo; y que el consumo de este tipo de sustancias desemboca en un problema de salud pública y no solamente de inseguridad?

Si respondió que sí a más de una pregunta, déjeme notificarle que nació con vocación de minoría perpetua. Pero no se preocupe que eso no es malo; al contrario, prueba que no tiene un esquema mental totalitario.

De drogas sé tanto como de maternidad de gallinas. No obstante, con conocimiento de causa –a través de los medios de comunicación y de las telenovelas–, puedo decir que al tema de las drogas no se le puede seguir haciendo la guerra, porque los casos han demostrado que “esa es platica perdida”. Creo en un enfoque más razonable: en la despenalización del consumo; en la atención al adicto y no en una cárcel para el delincuente; y en la creación de políticas públicas que protejan al drogadicto del contagio de enfermedades. Pero también creo que hay que mantener las sanciones legales que haya lugar y que es indispensable la censura social. 

En Cataluña se permite cultivar cannabis en la huerta de la casa y su consumo en las discotecas es libre, y en Uruguay, la gente puede fumarse un porro sin ser perseguido por la ley. Mientras tanto en Colombia, aunque la dosis mínima está despenalizada, el decreto nacional que reglamentará la producción y el uso de la marihuana con fines medicinales apenas está en borrador; pero ya se dice que seis de cada diez colombianos lo apoyan. 

Dándole fast-forward al tema en este país, supongamos que la legalización acabaría con los intermediarios, con las atractivas ganancias y hay quienes argumentan que hasta reduciría el consumo. ¿Pero quién dice que va a prevenir una producción y distribución paralela o que va a acabar con las fronteras invisibles? ¿Acaso a lo legal no le hace la competencia lo ilegal? El petróleo, la minería, incluso el sistema financiero, no tienen una “paraactividad”? ¿No hubo hasta un cartel de los pañales?

¿Piensa que no existe un manual de instrucciones; que la falibilidad de una sociedad es un plus, que permite ir construyendo y rehaciendo según las necesidades; que el hecho de que exista una política pública que les ofrezca jeringas esterilizadas a los junkies, para prevenir la transmisión de enfermedades, no garantiza que en medio de su ansiedad por consumir ya o ya no use la del drogo de al lado; que le fastidiaría el hecho de trabarse pasivamente mientras espera en un sardinel a que el semáforo vehicular cambie a rojo o mientras acompaña a alguien en la zona para fumadores en un restaurante? La respuesta es clara: usted pertenece a una sociedad abierta (al menos en su mente). 

Hablar de narcotráfico en la actualidad es lo más común, desde que hace varios años retó abiertamente al Estado, desangrando a la sociedad civil. Sin embargo, el consumo, la producción, el microtráfico, los carteles no son la única pesadilla; también está la delincuencia común, el desempleo, el hambre, la indigencia, el salario mínimo, la educación mediocre, entre otros.

No estoy segura de nada, tampoco  satanizo el uso de las drogas; cada quien verá si hace de su culo un balero; hay múltiples maneras de tirarse la vida y ninguna es peor que otra. Lo que me atormenta es pensar qué prueba que con la legalización, así sea de un uso medicinal, vaya a dejarse de derramar sangre.